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¿Y a ver jugar a nuestro equipo de básketbol?

– A tu amiga le interesan mucho los deportes -dijo Fate.

– No mucho -dijo Rosa Amalfitano-, sólo trata de darte algo de conversación.

¿Sólo es conversación?, pensó Fate. De acuerdo, sólo trata de parecer idiota o natural. No, sólo trata de ser simpática, pensó, pero también intuyó que había otra cosa.

– No he ido a ninguno de esos lugares -dijo Fate.

– ¿No eres periodista deportivo? -dijo Rosa Méndez.

Ah, pensó Fate, no trata de parecer idiota ni natural, ni siquiera trata de ser simpática, ella piensa que yo soy periodista deportivo y por lo tanto que me intereso por ese tipo de eventos.

– Soy un periodista deportivo accidental -dijo Fate, y luego les explicó a las dos Rosas y a Charly Cruz la historia del corresponsal deportivo titular y de su muerte y de cómo lo mandaron a él a cubrir la pelea Pickett-Fernández.

– ¿Y sobre qué escribes, entonces? -dijo Charly Cruz.

– Sobre política -dijo Fate-. Sobre temas políticos que afectan a la comunidad afroamericana. Sobre temas sociales.

– Eso debe ser muy interesante -dijo Rosa Méndez.

Fate miró los labios de Rosa Amalfitano mientras traducía.

Se sintió feliz de estar allí.

La pelea fue corta. Primero salió Count Pickett. Ovación de cortesía, algunos abucheos. Después salió Merolino Fernández.

Ovación atronadora. En el primer round se estudiaron. En el segundo Pickett se lanzó al ataque y noqueó en menos de un minuto a su contrincante. El cuerpo de Merolino Fernández, estirado sobre la lona del cuadrilátero, ni siquiera se movió. Sus segundos lo sacaron en andas hasta la esquina y como no se recuperaba entraron los camilleros y se lo llevaron al hospital.

Count Pickett levantó un brazo, sin demasiado entusiasmo, y se marchó rodeado de su gente. Los espectadores empezaron a vaciar el Pabellón.

Comieron en un local llamado El Rey del Taco. En la entrada había un dibujo de neón: un niño con una gran corona, montado en un burro que cada cierto tiempo se levantaba sobre sus patas delanteras tratando de tirarlo. El niño jamás se caía, aunque en una mano llevaba un taco y en la otra una especie de cetro que también podía servirle de fusta. El interior estaba decorado como un McDonald’s, sólo que algo chocante. Las sillas no eran de plástico sino de paja. Las mesas eran de madera. El suelo estaba embaldosado con grandes baldosas verdes en algunas de las cuales se veían paisajes del desierto y pasajes de la vida del Rey del Taco. Del techo colgaban piñatas que remitían, asimismo, a otras aventuras del niño rey, siempre en compañía del burro. Algunas de las escenas reproducidas eran de una cotidianidad desarmante:

el niño, el burro y una viejita tuerta, o el niño, el burro y un pozo, o el niño, el burro y una olla de frijoles. Otras escenas entraban de lleno en lo extraordinario: en algunas se veía al niño y al burro caer por un desfiladero, en otras se veía al niño y al burro atados a una pira funeraria, e incluso en una se veía al niño que amenazaba a su burro poniéndole el cañón de una pistola en la sien. Como si el Rey del Taco no fuera el nombre de un restaurante sino el personaje de un cómic que Fate jamás había tenido oportunidad de leer. Sin embargo, la sensación de estar en un McDonald’s persistía. Tal vez las camareras y camareros, muy jóvenes y vestidos con uniforme militar (Chucho Flores le dijo que iban vestidos como federales), contribuían a fomentar esta impresión. Sin duda aquél no era un ejército victorioso. Los jóvenes, aunque sonreían a los clientes, transmitían un aire de cansancio enorme. Algunos parecían perdidos en el desierto que era la casa del Rey del Taco. Otros, quinceañeros o catorceañeros, trataban inútilmente de bromear con algunos clientes, tipos solos o parejas masculinas con pinta de funcionarios o de policías, tipos que miraban a los adolescentes con ojos que no estaban para bromas. Algunas chicas tenían los ojos llorosos y no parecían reales sino rostros entrevistos en un sueño.

– Este lugar es infernal -le dijo a Rosa Amalfitano.

– Tienes razón -dijo ella mirándolo con simpatía-, pero la comida no es mala.

– A mí se me ha ido el hambre -dijo Fate.

– Apenas te pongan delante un plato con tacos te volverá -dijo Rosa Amalfitano.

– Confío en que sea así -dijo Fate.

Habían llegado en tres coches distintos al restaurante. En el de Chucho Flores viajó Rosa Amalfitano. En el del silencioso Corona viajaron Charly Cruz y Rosa Méndez. Él condujo solo, pegado a los otros dos, y en más de una ocasión, cuando las vueltas por la ciudad parecían no tener fin, pensó en tocar la bocina y abandonar para siempre aquella comitiva en donde percibía, sin saber exactamente por qué, algo absurdo e infantil, y enfilar en dirección al Sonora Resort a escribir desde el hotel su crónica del breve combate que acababa de presenciar.

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