– O sea -concluyó Rosa Amalfitano-, que si te folla un policía es como si te follara una montaña dentro de la misma montaña, y que si te folla un narco es como si te follara el aire en el desierto.
– Simón, mana, si te coge un narco siempre es a la intemperie.
Por aquellas fechas Rosa Amalfitano empezó a salir formalmente con Chucho Flores. Fue el primer mexicano con el que se acostó. En la universidad había habido dos o tres muchachos que intentaron galantear con ella, pero con quienes no pasó nada. Con Chucho Flores, por el contrario, se fue a la cama.
Los días de cortejo no fueron muchos, pero fueron más de los que Rosa esperaba. Cuando regresó de Hermosillo Chucho Flores le trajo de regalo un collar de perlas. A solas, delante del espejo, Rosa se lo probó, y aunque el collar no carecía de encanto (y además debía de haberle costado mucho dinero), le pareció imposible llegar a ponérselo algún día. El cuello de Rosa era alargado y hermoso, pero ese collar necesitaba otro tipo de guardarropa. A este primer regalo siguieron otros: a veces, cuando paseaban por las calles de las tiendas de moda, Chucho Flores se detenía delante de un escaparate y señalándole una prenda le pedía que se la probase y que si le gustaba él se la compraría. Generalmente Rosa se probaba primero la prenda indicada y luego se probaba otras y finalmente salía con una de su entero gusto. También Chucho Flores le regalaba libros de arte, pues en una ocasión la oyó hablar de pintura y pintores cuyas obras había visto en prestigiosos museos de Europa. Otras veces le regalaba compact discs, normalmente de autores clásicos, aunque en ocasiones, como un guía turístico atento al color local, introducía en sus ofrendas música del norte de México o música del folklore mexicano, que Rosa después, a solas en su casa, escuchaba distraída mientras se dedicaba a lavar los platos o a meter la ropa sucia de ella y de su padre en la lavadora.
Por las noches solían ir a cenar a buenos restaurantes, en donde invariablemente encontraban a hombres y, en menor medida, a mujeres que conocían a Chucho Flores, y ante los cuales éste la presentaba como su amiga, la señorita Rosa Amalfitano, hija del profesor de filosofía Óscar Amalfitano, mi amiga Rosa, la señorita Amalfitano, concitando de inmediato comentarios acerca de su belleza y de su porte, y luego comentarios acerca de España y de Barcelona, ciudad por la que habían pasado en giras turísticas todos, absolutamente todos, los prohombres de Santa Teresa, y de la que sólo tenían palabras de alabanza y comentarios encomiásticos. Una noche, en lugar de ir a dejarla a su casa, le preguntó si quería seguir con él. Rosa esperaba que la llevara a su departamento, pero el coche enfiló hacia el oeste, hasta dejar atrás Santa Teresa, y tras circular media hora por una carretera solitaria llegaron a un motel en donde Chucho Flores alquiló una habitación. El motel estaba en medio del desierto, justo antes de un altozano, y junto a la carretera sólo había matorrales grises que en ocasiones exhibían sus raíces desenterradas por el viento. La habitación era grande y en el baño había un jacuzzi similar a una piscina pequeña. La cama era redonda y de las paredes y de parte del techo colgaban espejos que contribuían a magnificarla. La moqueta del suelo era gruesa, casi como un colchón. No había minibar sino una pequeña barra provista de toda clase de licores y refrescos. Cuando Rosa le preguntó por qué la había llevado a un lugar así, el típico lugar al que los ricos traían a sus putas, Chucho Flores, tras reflexionar un rato, le dijo que por los espejos. La manera de decirlo fue como si le pidiera perdón. Después la desnudó y follaron en la cama y sobre la moqueta.
La actitud de Chucho Flores hasta ese momento fue más bien tierna, preocupado más por el placer de su pareja que por el propio. Al final Rosa tuvo un orgasmo y entonces Chucho Flores dejó de follar y sacó una cajita metálica de su chaqueta.
Rosa pensó que se trataba de cocaína, pero en el interior de la cajita no había polvo blanco sino unas diminutas pastillas amarillas.
Chucho Flores cogió dos pastillas y se las tragó con un poco de whisky. Durante un rato estuvieron hablando, tirados en la cama, hasta que él volvió a poseerla. Esta vez su comportamiento no tuvo nada de tierno. Sorprendida, Rosa no protestó ni dijo nada. Chucho Flores parecía dispuesto a ponerla en todas las posturas posibles y algunas, esto Rosa lo pensó más tarde, a ella le gustaron. Cuando amanecía dejaron de follar y abandonaron el motel.
En el patio que servía de párking, protegido de la carretera por un muro de ladrillos rojos, había otros coches. El aire era fresco y seco y tenía un ligero olor almizclado. El motel y todo lo que había alrededor parecía encerrado en una bolsa de silencio.