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Subió las escaleras procurando no hacer ruido. En la sala Charly Cruz y el tipo del bigote hablaban en español. La voz de Charly Cruz era apaciguadora. La voz del tipo del bigote era aguda, como si tuviera atrofiadas las cuerdas vocales. El ruido que había oído en el pasillo volvió a repetirse. La escalera terminaba en una sala con un gran ventanal cubierto por una cortina veneciana con listones de plástico marrón oscuro. Fate se internó por otro pasillo. Abrió una puerta. Rosa Méndez estaba tirada bocabajo sobre una cama de aspecto militar. Estaba vestida y llevaba puestos los zapatos de tacón, pero parecía dormida o demasiado borracha. En la habitación no había más que la cama y una silla. El suelo, al contrario que en el primer piso, estaba enmoquetado, por lo que sus pasos apenas hacían ruido.

Se acercó a la chica y le volteó la cabeza. Rosa Méndez, sin abrir los ojos, le sonrió. A mitad de camino el pasillo se bifurcaba.

Fate distinguió una luz que salía por el quicio de una de las puertas. Oyó a Chucho Flores y a Corona que discutían, pero no supo el motivo. Pensó que ambos se querían follar a Rosa Amalfitano. Después pensó que tal vez discutían acerca de él. Corona parecía enfadado de verdad. Abrió la puerta sin golpear y los dos hombres se volvieron al mismo tiempo con una mezcla de sorpresa y sueño grabada en sus rostros. Ahora debo procurar ser lo que soy, pensó Fate, un negro de Harlem, un negro jodidamente peligroso. Casi de inmediato se dio cuenta de que ninguno de los mexicanos estaba impresionado.

– ¿Dónde está Rosa? -dijo.

Chucho Flores alcanzó a indicar con un gesto un rincón de la habitación que Fate no había visto. Esta escena, pensó Fate, yo ya la he vivido. Rosa estaba sentada en un sillón, con las piernas cruzadas, esnifando cocaína.

– Vámonos -le dijo.

No se lo ordenó ni se lo suplicó. Sólo le dijo que se fuera con él, pero puso toda el alma en sus palabras. Rosa le sonrió con simpatía, no daba la impresión de entender nada. Oyó que Chucho Flores decía en inglés: largo de aquí, amigo, espéranos abajo. Fate le extendió la mano a la muchacha. Rosa se levantó y cogió su mano. La mano de la muchacha le pareció tibia, una temperatura que evocaba otros escenarios pero que también evocaba o comprendía aquella sordidez. Al estrecharla tuvo conciencia de la frialdad de su propia mano. He estado agonizando todo este tiempo, pensó. Estoy frío como el hielo. Si ella no me hubiera dado la mano me habría muerto aquí mismo y hubieran tenido que repatriar mi cadáver a Nueva York.

Cuando salían de la habitación sintió cómo Corona lo agarraba de un brazo y levantaba la mano libre, que empuñaba, le pareció, un objeto contundente. Se revolvió y golpeó, al estilo Count Pickett, la mandíbula del mexicano de abajo hacia arriba.

Como antes Merolino Fernández, Corona cayó al suelo sin exhalar ni un solo gemido. Sólo entonces se dio cuenta de que empuñaba una pistola. Se la quitó y le preguntó a Chucho Flores qué pensaba hacer.

– Yo no soy celoso, amigo -dijo Chucho Flores con las manos levantadas a la altura del pecho para que Fate viera que no llevaba ningún arma.

Rosa Amalfitano miró la pistola de Corona como si fuera un artilugio de sex-shop.

– Vámonos -oyó que le decía.

– ¿Quién es el tipo de abajo? -dijo Fate.

– Charly, Charly Cruz, tu amigo -dijo Chucho Flores sonriendo.

– No, hijo de puta, el otro, el del bigote.

– Un amigo de Charly -dijo Chucho Flores.

– ¿Esta puta casa tiene otra salida?

Chucho Flores se encogió de hombros.

– ¿Oye, hombre, no estás llevando las cosas demasiado lejos?

– dijo.

– Sí, hay una salida por la parte de atrás -dijo Rosa Amalfitano.

Fate miró el cuerpo caído de Corona y pareció meditar durante unos segundos.

– El coche está en el garaje -dijo-, no nos podemos ir sin él.

– Entonces hay que salir por la parte de delante -dijo Chucho Flores.

– ¿Y éste? -dijo Rosa Amalfitano indicando a Corona-, ¿está muerto?

Fate volvió a mirar el cuerpo desmadejado que yacía en el suelo. Hubiera podido estar mirándolo durante horas.

– Vámonos -dijo con voz resuelta.

Bajaron las escaleras, pasaron por una enorme cocina que olía a abandono, como si hiciera mucho tiempo allí ya nadie guisara, atravesaron un corredor desde donde se veía un patio en donde había una camioneta ranchera tapada con una lona negra y luego anduvieron completamente a oscuras hasta llegar a la puerta que descendía hacia el garaje. Al encender la luz, dos grandes tubos fluorescentes colgados del techo, Fate volvió a observar el mural de la Virgen de Guadalupe. Al moverse para abrir la puerta metálica se dio cuenta de que el único ojo abierto de la Virgen parecía seguirlo estuviera donde estuviera.

Metió a Chucho Flores en el asiento del copiloto y Rosa se sentó detrás. Al salir del garaje alcanzó a ver al tipo del bigote que aparecía en lo alto de la escalera y los buscaba con una mirada de adolescente azorado.

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