Depende, dijo el camillero, que no sabía si ella se refería al tabaco o a levantar muertos y heridos cada día. A la mañana siguiente el forense escribió en su informe que la causa de la muerte había sido estrangulamiento. La fallecida había tenido relaciones sexuales en las horas previas a su asesinato, aunque el forense no se atrevió a certificar si había sido violada o no. Más bien no, dijo al serle exigida una opinión concluyente. La policía intentó detener a su amante, un sujeto llamado Pedro Pérez Ochoa, pero cuando por fin dieron con su casa, una semana después, el sujeto en cuestión ya hacía días que se había marchado.
La casa de Pedro Pérez Ochoa estaba al final de la calle Sayuca, en la colonia Las Flores, y consistía en una casucha hecha, no sin cierta maña, de adobes y elementos de desechos, con sitio para un colchón y una mesa, a pocos metros de donde pasaba el desagüe de la maquiladora EastWest, en la que había trabajado. Los vecinos lo describieron como un hombre formal y en general bien aseado, de lo que se deduce que se duchaba en casa de Rebeca al menos en los últimos meses. Nadie supo decir de dónde era, por lo que no se envió orden de detención preventiva a ningún lugar. En la EastWest su ficha de trabajador se había perdido, lo que no era algo inusual en las maquiladoras, en donde el trasiego de trabajadores era incesante. En el interior de la casucha encontraron varias revistas deportivas, una biografía de Flores Magón, algunas sudaderas, un par de sandalias, dos pares de pantalones cortos y tres fotografías de boxeadores mexicanos, recortadas de una revista y pegadas a la pared donde se arrimaba el colchón, como si Pérez Ochoa, antes de quedarse dormido, hubiera querido grabarse en la retina los rostros y las poses combativas de aquellos campeones.
En julio de 1994 no murió ninguna mujer pero apareció un hombre haciendo preguntas. Llegaba los sábados a mediodía y se marchaba los domingos por la noche o durante la madrugada del lunes. El tipo era de mediana estatura y tenía el pelo negro y los ojos marrones y vestía como vaquero. Empezó dando vueltas, como si tomara medidas, por la plaza principal, pero luego se hizo asiduo de algunas discotecas, en especial de El Pelícano y también del Domino’s. Nunca preguntaba nada directamente. Parecía mexicano, pero hablaba un español con acento gringo, sin demasiado vocabulario, y no entendía los albures aunque al verle los ojos la gente se cuidaba mucho de alburearle.
Decía llamarse Harry Magaña, al menos así escribía su nombre, pero él lo pronunciaba Magana, de tal forma que al oírlo uno entendía Macgana, como si el pinche culero mamón de su propia verga fuera hijo de escoceses. La segunda vez que apareció por el Domino’s preguntó por un tal Miguel o Manuel, un tipo joven, de unos veintipocos años, de una estatura como ésta, de una complexión física como aquélla, un tipo simpático y con cara de buena persona ese tal Miguel o Manuel, pero nadie le supo o le quiso dar una información. Una noche se hizo amigo de uno de los barman de la discoteca y cuando éste salió de trabajar Harry Magaña lo estaba esperando afuera, sentado en su coche. Al día siguiente el barman no pudo ir a trabajar, dizque porque había tenido un accidente.
Cuando al cabo de cuatro días volvió al Domino’s con la cara llena de morados y cicatrices fue el asombro de todos, le faltaban tres dientes, y si se levantaba la camisa para que lo vieran uno podía apreciar un sinfín de cardenales de los colores más vivos tanto en la espalda como en el pecho. Los testículos no los enseñó, pero en el izquierdo aún le quedaba la marca de un cigarrillo.