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Los presos de las celdas individuales podían salir al patio de la crujía o podían quedarse encerrados y sólo salir muy temprano, de seis y media a siete y media de la mañana, cuando el patio estaba vedado al resto de presos, o a partir de las nueve de la noche, cuando en teoría se había realizado el recuento nocturno y los internos habían vuelto a sus celdas. El ranchero parricida y el abogado mercantilista salían sólo por la noche, después de cenar. Daban un paseo por el patio, hablaban de negocios y de política y luego retornaban a sus celdas. El narcotraficante compartía los horarios de patio con los demás presos y se podía estar horas apoyado en una pared, fumando y contemplando el cielo, mientras sus guardaespaldas, nunca demasiado lejos, marcaban con su presencia un perímetro invisible alrededor de su jefe. Klaus Haas, cuando la fiebre remitió, decidió salir «en horario normal», según le explicó al carcelero.

Cuando éste le preguntó si no tenía miedo de que lo mataran en el patio, Haas hizo un gesto de desprecio y mencionó la palidez cadavérica de los rostros del ranchero y del abogado, a quienes nunca tocaba la luz del sol. La primera vez que salió al patio el narcotraficante, que hasta entonces no se había interesado por él, le preguntó quién era. Haas dijo su nombre y se presentó como experto en computación. El narcotraficante lo miró de arriba abajo y siguió caminando como si su curiosidad se hubiera agotado de forma instantánea. Algunos presos, pocos, llevaban los restos remendados de lo que había sido el uniforme de la prisión, aunque la mayoría iba vestido como le daba la gana. Había quienes vendían refrescos que llevaban en cajas que conservaban el frío, cajas de plástico que cargaban con un solo brazo y que luego ponían en el suelo cerca de donde se jugaban partidos de fútbol de cuatro jugadores por bando o de básket. Otros vendían cigarrillos y fotos pornográficas.

Los más discretos repartían droga. El patio tenía la forma de una V. La mitad del suelo era de cemento y la otra de tierra y estaba flanqueado por dos muros con torres de vigilancia de donde asomaban guardianes aburridos que fumaban marihuana.

En la parte estrecha de la V se apreciaban las ventanas de algunas celdas, con ropa tendida colgando de los barrotes. En la parte abierta, había una reja metálica de unos diez metros de altura, detrás de la cual se deslizaba un camino pavimentado que conducía a otras dependencias de la cárcel, y más allá había otra reja, menos alta, pero adornada con una crin de alambre de púas, que parecía surgida directamente del desierto. La primera vez que salió al patio, durante unos minutos, a Haas le pareció que estaba caminando por un parque de una ciudad extranjera donde nadie sabía quién era. Por un instante se sintió libre. Pero allí todos sabían todo, se dijo, y esperó pacientemente a que se le acercara el primer preso. Al cabo de una hora le ofrecieron drogas y cigarrillos, pero él sólo compró un refresco.

Mientras se lo tomaba, mirando el partido de básket, se le acercaron unos cuantos presos y le preguntaron si era cierto que él había matado a todas esas mujeres. Haas dijo que no.

Entonces los presos le preguntaron por su trabajo y si daba lana vender computadoras. Haas dijo que eso iba por rachas. Y que un empresario, a ciencia cierta, nunca lo sabía. O sea que tú eres un empresario, dijeron los presos. No, dijo Haas, soy un experto en informática que ha levantado su propio negocio. Lo dijo con tanta seriedad y convicción que algunos de los presos asintieron. Después Haas quiso saber qué hacían ellos afuera y la mayoría se puso a reír. Ahí no más, fue la única frase que entendió.

Él también se puso a reír e invitó a los cinco o seis que lo rodeaban a tomar unos refrescos.

La primera vez que fue a las duchas un tipo al que llamaban el Anillo lo quiso forzar. El tipo era grande pero comparado con Haas resultaba pequeño y por la cara que puso se veía que hacía aquello como si las circunstancias lo obligaran a interpretar aquel rol. Si de él hubiera dependido, decía su cara, se habría hecho una paja tranquilamente en su celda. Haas lo miró a la cara y le preguntó cómo era posible que un adulto se comportara así. El Anillo no entendió nada y se rió. Tenía la cara ancha y el rostro lampiño y su risa no era desagradable.

Los presos que estaban a su lado también se rieron. El amigo del Anillo, un preso más joven llamado el Guajolote, sacó un punzón de debajo de una toalla y le dijo que se callara el hocico y fuera con ellos a una esquina. ¿En una esquina?, dijo Haas. ¿En una chingada esquina? Dos de los amigos que había hecho Haas en el patio se pusieron detrás del Guajolote y le sujetaron los brazos. El rostro de Haas estaba escandalizado. El Anillo volvió a reírse y dijo que no era para tanto. ¿En una esquina no es para tanto?, gritó Haas. ¿En una esquina como los perros no es para tanto? Otro de los amigos de Haas se puso junto a la puerta y nadie pudo entrar ni salir de las duchas.

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