Haas compartía la celda con otros cinco reclusos. El que mandaba era un tipo llamado Farfán. Tenía cerca de cuarenta años y Haas nunca había visto un hombre más feo. El pelo le crecía desde la mitad de la frente, tenía ojos de ave rapaz puestos como al azar en medio de una cara de filiación porcina. Era panzudo y olía mal. Tenía un bigote ralo, que crecía de forma despareja y al que se le solían adherir restos minúsculos de comida.
Las raras ocasiones en que se reía lo hacía como un burro y sólo en aquellos momentos su rostro parecía soportable.
Cuando Haas llegó a la celda pensó que no tardaría en meterse con él, pero lo cierto es que Farfán no sólo no se metió con él sino que parecía perdido en una especie de laberinto, en donde todos los presos eran figuras inmateriales. Tenía amigos en la crujía, otros tipos duros que lo utilizaban como valedor, pero sólo buscaba la compañía de un preso igual de feo que él, un tal Gómez, un tipo delgado y con cara de lombriz, que tenía un lunar del tamaño de un puño en la mejilla izquierda y ojos vidriosos de drogado perenne. Se solían ver en el patio y en el comedor. En el patio se saludaban con un movimiento de cabeza y si bien participaban en corros mayores, al final siempre se despegaban y terminaban tomando el sol apoyados en la pared o caminando ensimismados de la cancha de básket hasta la reja. Entre ellos no hablaban mucho, tal vez porque no tenían demasiadas cosas que decirse. Farfán, cuando entró en la cárcel, era tan pobre que ni el abogado de oficio lo iba a visitar. Gómez, que estaba allí por robar camiones, sí que tenía abogado, y después de conocerse consiguió que su abogado tramitara los papeles de Farfán. La primera vez que se encularon fue en una de las dependencias de la cocina. De hecho, Farfán violó a Gómez.
Lo golpeó, lo arrojó contra unos sacos y lo violó dos veces.
La rabia de Gómez fue tan grande que intentó matar a Farfán.
Una tarde lo esperó en la cocina, donde Farfán trabajaba lavando platos y acarreando sacos de frijoles, y trató de apuñalarlo con un punzón, pero a Farfán no le costó mucho reducirlo.
Volvió a violarlo y después, mientras aún mantenía a Gómez debajo de su cuerpo, le dijo que una situación como ésa tenía que acabar de una forma o de otra. Como compensación se prestó a que Gómez lo enculara. Es más, le devolvió el punzón en prenda de confianza y luego se bajó los pantalones y se dejó caer en el jergón. Allí tirado, con el culo al aire, Farfán parecía una cerda, sin embargo Gómez lo enculó y retomaron su amistad.
Como Farfán era el más fuerte, en ocasiones obligaba a los otros a abandonar la celda. Al poco rato aparecía Gómez y se ponían a coger y luego, cuando ambos habían acabado, se ponían a fumar y a hablar o permanecían en silencio, Farfán acostado en su camastro y Gómez acostado en el de otro recluso, mirando el techo o las volutas de humo que salían por la ventana abierta. A Farfán, en ocasiones, el humo le parecía que adquiría formas extrañas: culebras, brazos, piernas que se doblaban, cinturones que restallaban el aire, submarinos de otra dimensión. Entrecerraba los ojos y decía: qué suave, qué jalada más suave. Gómez, que era más práctico, le preguntaba qué era lo suave, de qué hablaba, y Farfán no sabía explicarse. Entonces Gómez se incorporaba y empezaba a mirar a todos lados, como si buscara los fantasmas de su amigo, y terminaba diciendo: te rugen las patrullas.
Haas no entendía cómo una verga se podía poner erecta delante de un agujero del culo como el de Farfán o el de Gómez.