Todos sus hombres de confianza, además, eran naturales de Cananea. Se suponía que era el encargado de transportar la droga que llegaba por mar a Sonora, en algún punto entre Guaymas y Cabo Tepoca, con una flota de cinco camiones y tres Suburban. Su misión consistía en dejar los alijos a salvo en Santa Teresa, después otra persona se encargaba de transportarla a los Estados Unidos. Pero un día Enriquito Hernández entró en contacto con un salvadoreño que estaba metido en el negocio y que, como él, quería independizarse, y el salvadoreño lo puso en contacto con un colombiano, y de golpe Estanislao Campuzano se encontró sin encargado de transporte en México y con Enriquito convertido en competidor. El volumen de los negocios, de todas maneras, no era comparable. Por cada kilo que movía Enriquito, Campuzano movía veinte, pero el rencor no conoce diferencias de lonja, así que Campuzano, con paciencia y sin precipitarse, esperó su hora. Por supuesto, no le convenía entregar a Enriquito por motivos relacionados con el tráfico de drogas, sino sacarlo de circulación, de forma legal, y luego encargarse él, bajo cuerda, de recuperar la ruta. Cuando llegó el momento (un asunto de faldas en el que a Enriquito se le fue la mano y terminó matando a cuatro personas de una misma familia), Campuzano puso sobre aviso a la Procuraduría de Sonora, repartió dinero y pistas, y Enriquito acabó con sus huesos en la cárcel. Durante las dos primeras semanas no pasó nada, pero a la tercera semana cuatro pistoleros se presentaron en un almacén en las afueras de San Blas, en el norte del estado de Sinaloa, y tras matar a los dos vigilantes se llevaron un cargamento de cien kilos de coca. El almacén pertenecía a un campesino de Guaymas, en el sur del estado de Sonora, que llevaba muerto más de cinco años. Campuzano envió a investigar el asunto a uno de sus hombres de confianza, un tal Sergio Cansino (alias Sergio Carlos, alias Sergio Camargo, alias Sergio Carrizo), quien, tras preguntar en la gasolinera y en los alrededores del almacén, sólo sacó en claro que durante el robo más de una persona vio por allí una Suburban negra como las que usaban los hombres de Enriquito Hernández. Después Sergio buscó, por si acaso encontraba al propietario, en los ranchos de la zona, y en su búsqueda llegó hasta El Fuerte, pero allí nadie, ni los pocos rancheros que encontró, tenía dinero para comprarse un vehículo así. El dato no era tranquilizador, pero sólo era eso, pensó Estanislao Campuzano, un dato que necesitaba ser contrastado. La Suburban bien podía ser de un turista norteamericano perdido por aquellas polvaredas, o podía ser de un judicial que pasaba por allí, o de un alto funcionario de vacaciones con su familia. Poco después, mientras iba por la carretera de terracería de La Discordia a El Sasabe, en la frontera con Estados Unidos, le asaltaron un camión cargado con veinte kilos de coca a Estanislao Campuzano, matando al chofer y al acompañante, que iban desarmados, pues pensaban cruzar esa tarde a Arizona y nadie cruza armado al tiempo que transporta droga. O pasas con armas o con drogas, pero no con las dos cosas al mismo tiempo. De los hombres que iban en el camión nunca más se supo. De la droga, tampoco. El camión apareció dos meses después en una chatarrería de Hermosillo. Según Sergio Cansino el dueño de la chatarrería les había comprado el camión, en muy mal estado, además, a tres yonquis que eran delincuentes habituales y soplones de la policía de Hermosillo.
Habló con uno de ellos, apodado el Elvis, quien le dijo que el camión se lo había regalado por cuatro pesos un salidor de Sinaloa. Cuando Sergio le preguntó cómo sabía que era de Sinaloa, el Elvis contestó que por la forma de hablar. Cuando le preguntó cómo sabía que era un salidor, el Elvis contestó que por los ojos. Miraba como salidor, generoso, sin miedo a nada, ni a los tirantes ni a los ricardos, un salidor de verdad, uno que igual te pega un balazo en el hígado que te cambia su camión por un Marlboro o un toquesín de mora. ¿Te dio el camión a cambio de un cigarrillo de grifa?, le preguntó Sergio riéndose.
Medio cigarro de mostaza, dijo el Elvis. Esta vez sí que Campuzano sintió coraje.
¿Por qué Enriquito Hernández, a su manera, claro, está protegiendo a Haas?, se preguntó el judicial Juan de Dios Martínez.
¿Cómo se beneficia? ¿A quiénes perjudica protegiendo a Haas? Y también se preguntó: ¿hasta cuándo piensa protegerlo?
¿Durante un mes, durante dos meses, todo el tiempo que crea necesario? ¿Y por qué descartar la simpatía, la amistad? ¿Acaso no era posible que Enriquito se hubiera hecho amigo de Haas?
¿Acaso no era posible que la protección sólo estuviera determinada por la amistad? Pero no, se dijo Juan de Dios Martínez, Enriquito Hernández no tenía amigos.