Podía entender que un hombre se calentara con un adolescente, un efebo, pensaba, pero no que un hombre o el cerebro de ese hombre pudiera enviar señales para que la sangre llenara las esponjas del pene, una por una, con lo difícil que eso era, con el solo reclamo de un ojete como el de Farfán o el de Gómez. Animales, pensaba. Bestias inmundas atraídas por la inmundicia. En sus sueños se veía a sí mismo recorriendo los pasillos de la cárcel, las diferentes crujías, y podía ver sus ojos semejantes a los de un halcón mientras caminaba con paso firme por aquel laberinto de ronquidos y de pesadillas, atento a lo que pasaba en cada celda, hasta que de pronto ya no podía seguir avanzando y se detenía al borde de un abismo (pues la cárcel de sus sueños era como un castillo levantado a orillas de un abismo insondable). Allí, incapaz de retroceder, levantaba los brazos, como si clamara al cielo (tan ensombrecido como el abismo), y luego intentaba decir algo, hablar, advertir, aconsejar a una legión de Klaus Haas en miniatura, pero se daba cuenta, o por un instante tenía la impresión, de que alguien le había cosido los labios. En el interior de la boca, sin embargo, notaba algo. No era su lengua, no eran sus dientes. Un trozo de carne que procuraba no tragar mientras con una mano se arrancaba los hilos. La sangre le corría por la barbilla. Sentía las encías como anestesiadas. Cuando por fin podía abrir la boca escupía el trozo de carne y luego se ponía de rodillas en la oscuridad y lo buscaba. Al encontrarlo, y tras palparlo con detenimiento, se daba cuenta de que era un pene. Alarmado, se llevaba una mano a la bragueta, con miedo de no encontrar su propio pene, pero éste estaba allí, de modo que el pene que tenía en las manos era el pene de otra persona. ¿De quién?, pensaba mientras de sus labios seguía manando sangre. Luego sentía mucho sueño y se ovillaba al borde del abismo y se quedaba dormido. Entonces lo que solía pasar era que tenía otros sueños.
Violar mujeres y luego matarlas le parecía más
Al cabo de quince días de haber ingresado en el presidio de Santa Teresa, Haas dio lo que se podría llamar su primera rueda de prensa, a la que asistieron cuatro periodistas del DF y casi la totalidad de los medios escritos del estado de Sonora.
Durante la entrevista Haas se ratificó en su inocencia, dijo que durante el interrogatorio le fueron administradas «sustancias extrañas» para conseguir doblegar su voluntad. No recordaba haber firmado nada, ninguna declaración autoinculpatoria, pero señaló que si la había ésta fue conseguida tras cuatro días de tortura física, psicológica «y médica». Advirtió a los periodistas que ocurrirían «cosas» en Santa Teresa que demostrarían que él no era el asesino de mujeres. En la cárcel, insinuó, uno se enteraba de muchas noticias. Entre los periodistas llegados del DF estaba Sergio González. Su presencia allí no obedecía, como en la primera ocasión, a que necesitara dinero y estuviera haciendo un trabajo extra. Cuando se enteró de que Haas había sido detenido, habló con el jefe de la sección de policiales y le pidió, como un favor especial, que lo dejara seguir el caso. El jefe no puso ningún reparo y cuando se supo que Haas pensaba hablar con la prensa, telefoneó a Sergio a la sección de cultura y le dijo que si quería ir, que fuera. El asunto está cerrado, le dijo, no termino de entender muy bien el interés que tienes por él. Tampoco Sergio González lo entendía muy bien. ¿Puro morbo o tal vez la certeza de que en México nunca nada se cerraba del todo? Cuando la improvisada rueda de prensa terminó la abogada de Haas se despidió de todos los periodistas con un apretón de mano. Cuando le tocó el turno a Sergio éste notó que le había deslizado, sin que nadie se diera cuenta, un papel. Se metió la mano en el bolsillo y dejó el papel allí. Al salir de la cárcel, y mientras esperaba un taxi, lo examinó. En el papel sólo había un número de teléfono.
La rueda de prensa de Haas fue un pequeño escándalo. En algunos medios se preguntaron desde cuándo un recluso podía citar a la prensa y hablar con ella, en la cárcel, como si ésta fuera su casa y no el lugar al que lo destinaba el Estado y la justicia para pagar un delito o, como bien recordaban las fojas propias del caso, para