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Cuando llegó la hora de marcharse lo hizo solo. Notó que resultaba extraño que nadie lo acompañara a la estación de tren. De Anita se había despedido la noche anterior. De Halder y Nisa no sabía nada desde la primera visita al burdel, como si ambos amigos hubieran dado por sentado que a la mañana siguiente él se iría, lo que no era cierto. Desde hace una semana, pensó, Halder vive en Berlín como si yo ya me hubiera ido. De la única persona que se despidió el día de su marcha fue de su casera, quien le dijo que era un honor servir a la patria. En su nuevo petate de soldado sólo llevaba unas cuantas prendas de vestir y el libro Algunos animales y plantas del litoral europeo.

En septiembre empezó la guerra. La división de Reiter avanzó hasta la frontera y la cruzó después de que lo hubieran hecho las divisiones panzer y las divisiones de infantería motorizada que abrían el camino. A marchas forzadas se internaron en el territorio polaco, sin combatir y sin tomar demasiadas precauciones: los tres regimientos se desplazaban casi juntos en una atmósfera general de romería, como si aquellos hombres avanzaran hacia un santuario religioso y no hacia una guerra en la que inevitablemente algunos de ellos encontrarían la muerte.

Atravesaron varios pueblos, sin saquearlos, en perfecto orden, pero sin ningún tipo de envaramiento, sonriéndoles a los niños y a las mujeres jóvenes, y de vez en cuando se cruzaban con soldados en moto que volaban por la carretera, en ocasiones en dirección este y en ocasiones en dirección oeste, trayendo órdenes para la división o trayendo órdenes para el estado mayor del cuerpo. Dejaron la artillería atrás. A veces, al coronar una loma, miraban hacia el este, hacia donde ellos suponían que estaba el frente, y no veían nada, sólo un paisaje adormilado con los últimos esplendores del verano. Hacia el oeste, por el contrario, podían divisar la polvareda de la artillería regimental y divisionaria que se esforzaba por darles alcance.

Al tercer día de viaje el regimiento de Hans se desvió por otra carretera de tierra. Poco antes del anochecer llegaron a un río. Detrás del río se erguía un bosque de pinos y álamos y detrás del bosque, les dijeron, había una aldea en donde un grupo de polacos se había hecho fuerte. Montaron las ametralladoras y los morteros y lanzaron bengalas, pero nadie contestó. Dos compañías de asalto cruzaron el río después de medianoche. En el bosque Hans y sus compañeros oyeron ulular a un búho.

Cuando salieron al otro lado descubrieron, como un bulto negro incrustado o empotrado en la oscuridad, la aldea. Las dos compañías se dividieron en varios grupos y prosiguieron su avance. A cincuenta metros de la primera casa el capitán dio la orden y todos echaron a correr en dirección a la aldea y alguno incluso pareció sorprendido cuando se dieron cuenta de que estaba vacía. Al día siguiente el regimiento prosiguió el avance hacia el este, por tres caminos distintos, en paralelo a la ruta principal que seguía el grueso de la división.

El batallón de Reiter encontró un destacamento de polacos que ocupaba un puente. Los intimaron a rendirse. Los polacos se negaron y entablaron fuego. Un compañero de Reiter, tras el combate, que apenas duró diez minutos, apareció con la nariz rota de la que manaba abundante sangre. Según contó, al cruzar el puente se dirigió en compañía de unos diez soldados hasta llegar al lindero de un bosque. En ese momento, de la rama de un árbol se descolgó un polaco que la emprendió a puñetazos con él. Por supuesto, el compañero de Reiter no supo qué hacer pues en el peor de los casos o en el mejor de los casos, es decir en el caso más extremo, él se había imaginado siendo víctima de un ataque con cuchillo o de un ataque a la bayoneta, cuando no de un ataque con arma de fuego, pero nunca de un ataque a puñetazos. En el momento en que recibió los golpes del polaco en la cara, por descontado, sintió rabia, pero más fuerte que la rabia fue la sorpresa, la impresión recibida, la cual lo dejó incapacitado para responder, ya fuera a puñetazos, como su agresor, o utilizando su fusil. Simplemente recibió un golpe en el estómago, que no le dolió, y luego un gancho en la nariz, que lo dejó medio atontado, y luego, mientras caía al suelo, vio al polaco, la sombra que era el polaco en ese momento, que en vez de robarle su arma como hubiera hecho alguien más listo, intentaba volver al bosque, y la sombra de uno de sus compañeros que le disparaba, y luego más disparos y la sombra del polaco que caía cosido a balazos. Cuando Hans y el resto del batallón cruzó el puente no había cadáveres enemigos tirados a un lado de la carretera y las únicas bajas del batallón eran dos heridos leves.

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