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A lo que el sargento, tras pensárselo, respondió que no, que no era precisamente eso. Reiter, dijo, era distinto, pero en realidad era el mismo de siempre, el que todos conocían, lo que ocurría era que había entrado en combate como si no hubiera entrado en combate, como si no estuviera allí o como si la cosa no fuera con él, lo que no significaba que no cumpliera o desobedeciera las órdenes, eso no, por cierto, ni que estuviera en trance, algunos soldados, agarrotados por el miedo, entran en trance, pero no es trance, es sólo miedo, en fin, que él, el sargento, no lo sabía, pero que Reiter tenía algo y eso lo percibían hasta los enemigos, que le dispararon varias veces sin alcanzarlo nunca, lo que los ponía cada vez más nerviosos.

La división 79 siguió combatiendo en los alrededores de Kutno, pero Reiter ya no volvió a participar en ningún otro enfrentamiento.

Antes de que acabara septiembre la división entera fue trasladada, esta vez en tren, hasta el frente occidental, en donde ya estaba el resto del décimo cuerpo de infantería.

Desde octubre de 1939 hasta junio de 1940 no se moverían.

Enfrente estaba la Línea Maginot, aunque ellos, ocultos entre bosques y vergeles, no podían verla. La vida se hizo plácida:

los soldados escuchaban la radio, comían, bebían cerveza, escribían cartas, dormían. Algunos hablaban del día en que tuvieran que dirigirse directos hacia las defensas de hormigón de los franceses. Los que escuchaban reían nerviosos, hacían chistes, se contaban historias familiares.

Una noche alguien les dijo que Dinamarca y Noruega se habían rendido. Esa noche Hans soñó con su padre. Vio al cojo, embutido en su viejo capote militar, contemplando el Báltico y preguntándose en dónde se había ocultado la isla de Prusia.

El capitán Gercke a veces se le acercaba para hablar durante un rato. El capitán le preguntó si tenía miedo a morir. Qué preguntas me hace, capitán, dijo Reiter, claro que tengo miedo.

Cuando le respondía de esta manera el capitán se lo quedaba mirando largo rato y luego decía en voz baja, como si hablara consigo mismo:

– Maldito embustero, a mí no me mientas, a mí no me puedes engañar. ¡Tú no tienes miedo de nada!

Después el capitán se iba a hablar con otros soldados y su actitud cambiaba según el soldado con quien hablaba. Por esas mismas fechas a su sargento le dieron la cruz de hierro de segunda clase por méritos obtenidos durante los combates en Polonia.

Lo celebraron bebiendo cerveza. Por las noches Hans salía del barracón y se tiraba de espaldas sobre la tierra fría del campo a mirar las estrellas. Las bajas temperaturas no parecían afectarlo demasiado. Solía pensar en su familia, en la pequeña Lotte que ya por entonces tenía diez años, en la escuela. A veces, sin pena, lamentaba haber dejado tan pronto los estudios pues vagamente intuía que la vida le hubiera ido mejor de haberlos proseguido.

Por otra parte, no se hallaba a disgusto en la ocupación de soldado y no sentía necesidad, o tal vez era incapaz, de pensar seriamente en el futuro. En ocasiones, cuando estaba solo o con sus compañeros, fingía que era un buzo y que estaba otra vez paseando por el fondo del mar. Nadie, por supuesto, se daba cuenta, aunque si hubieran observado con mayor detenimiento los movimientos de Reiter algo, una ligera variación en su forma de caminar, en su forma de respirar, en su forma de mirar, habrían notado. Una cierta prudencia, una premeditación en cada paso, una economía pulmonar, una vidriosidad en las retinas, como si se le hincharan los ojos por efecto de un bombeo de oxígeno deficiente o como si, sólo en aquellos momentos, toda su sangre fría lo abandonara y se viera de pronto incapaz de controlar el llanto, que por otra parte no acababa nunca de llegar.

Por esas mismas fechas, mientras esperaban, un soldado del batallón de Reiter se volvió loco. Decía que oía todas las transmisiones radiales, las alemanas y también, cosa más sorprendente, las francesas. Este soldado se llamaba Gustav y tenía veinte años, los mismos que Reiter, y nunca había estado destinado en el equipo de transmisiones del batallón. El médico que lo examinó, un muniqués de aire cansado, dijo que Gustav tenía un brote de esquizofrenia auditiva, que consiste en oír voces dentro de la cabeza, y le recetó baños fríos y tranquilizantes.

El caso de Gustav, sin embargo, se diferenciaba en un punto esencial de la mayor parte de los casos de esquizofrenia auditiva:

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