Ahora Reiter vivía lejos del mar, entre montañas, y abandonó por el momento cualquier idea de deserción. Durante las primeras semanas de su estancia en Rumanía no vio más que a soldados de su propio batallón. Después vio campesinos, los cuales se movían constantemente, como si tuvieran hormigas en las piernas y en la espalda, que iban de un lado a otro con hatillos en donde guardaban sus pertenencias y que sólo hablaban con sus niños que los seguían como ovejas o como cabritos.
Los atardeceres de los Cárpatos eran interminables, pero el cielo daba la impresión de estar demasiado bajo, sólo unos metros por encima de sus cabezas, lo que contribuía a proporcionar una sensación de asfixia en los soldados o de inquietud. La cotidianidad, pese a todo, volvía a ser apacible, imperceptible.
Una noche levantaron a algunos soldados de su batallón antes de que amaneciera y tras montar en dos camiones partieron hacia las montañas.
Los soldados, no bien se instalaron en los bancos de madera de la parte posterior del camión, volvieron a conciliar el sueño.
Reiter no pudo. Sentado justo al lado de la salida, apartó la lona que hacía las veces de techo y se dedicó a contemplar el paisaje. Sus ojos de nictálope, permanentemente enrojecidos pese a las gotas que se ponía cada mañana, vislumbraron una serie de pequeños valles oscuros entre dos cadenas montañosas.
De tanto en tanto los camiones pasaban junto a pinares enormes, que se acercaban al camino de forma amenazante. A lo lejos, en una montaña más baja, descubrió la silueta de un castillo o de una fortaleza. Al amanecer se dio cuenta de que sólo era un bosque. Vio cerros o formaciones rocosas que parecían barcos a punto de hundirse, con la proa levantada, como un caballo enfurecido y casi vertical. Vio sendas oscuras, entre montañas, que no llevaban a ninguna parte, pero que sobrevolaban a gran altura unos pájaros negros que no podían ser sino aves carroñeras.
A mitad de la mañana llegaron a un castillo. En el castillo sólo encontraron a tres rumanos y a un oficial de las SS que hacía las veces de mayordomo y que los puso a trabajar enseguida, después de darles a desayunar un vaso de leche fría y un mendrugo de pan que algunos soldados dejaron de lado con gestos de asco. Las armas, salvo cuatro de ellos que montaron guardia, uno de los cuales fue Reiter, a quien el oficial de las SS juzgó poco apto para las labores de adecentamiento del castillo, las dejaron en la cocina y se pusieron a barrer, a fregar, a quitar el polvo de las lámparas, a poner sábanas limpias en las habitaciones.
A eso de las tres de la tarde llegaron los invitados. Uno de ellos era el general Von Berenberg, el jefe de la división. Junto a él venía el escritor del Reich Herman Hoensch y dos oficiales del estado mayor de la 79. En el otro coche venía el general rumano Eugenio Entrescu, que entonces tenía treintaicinco años y era la estrella ascendente del ejército de su país, acompañado del joven erudito Pablo Popescu, de veintitrés años, y de la baronesa Von Zumpe, a quien los rumanos acababan de conocer la noche anterior en una recepción en la embajada alemana y que en principio debía haber viajado en el coche del general Von Berenberg, pero que ante las galanterías de Entrescu y el carácter divertido y jocoso de Popescu finalmente había terminado por claudicar ante el ofrecimiento de éstos, que se basaba razonablemente en el mayor espacio de que dispondría la baronesa en el coche rumano, con menos pasajeros que el coche alemán.
La sorpresa de Reiter, cuando vio descender a la baronesa Von Zumpe, fue mayúscula. Pero lo más extraño de todo fue que esta vez la joven baronesa se detuvo delante de él y le preguntó, auténticamente interesada, si la conocía, porque el rostro de él, dijo la baronesa, le resultaba familiar. Reiter (sin abandonar la posición de firmes, manteniendo una expresión estólida y mirando hacia el horizonte en actitud marcial o tal vez mirando hacia ninguna parte) le contestó que por supuesto él la conocía pues había servido en casa de su padre, el barón, desde temprana edad, lo mismo que su madre, la señora Reiter, a quien tal vez la baronesa recordara.
– Es verdad -dijo la baronesa, y se echó a reír-, tú eras el niño larguirucho que andaba por todas partes.
– Ése era yo -dijo Reiter.
– El confidente de mi primo -dijo la baronesa.
– Amigo de su primo -dijo Reiter-, el señor Hugo Halder.
– ¿Y qué haces aquí, en el castillo de Drácula? -dijo la baronesa.
– Sirvo al Reich -dijo Reiter, y por primera vez la miró.
Le pareció hermosísima, mucho más que cuando la conoció.
A unos pasos de ellos, esperando, estaban el general Entrescu, que no podía dejar de sonreír, y el joven erudito Popescu, que en varias ocasiones había exclamado: fantástico, fantástico, la espada del destino le corta una vez más la cabeza a la hidra del azar.