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Los invitados hicieron una comida ligera y luego salieron a explorar los alrededores del castillo. El general Von Berenberg, inicialmente entusiasta de esta exploración, pronto se sintió cansado y se retiró, por lo que el paseo de allí en adelante fue encabezado por el general Entrescu, que marchaba con la baronesa del brazo y con el joven erudito Popescu a la izquierda, quien se ocupaba en desgranar y pesar un cúmulo de informaciones la mayor parte de las veces contradictorias. Junto a Popescu iba el oficial de las SS, y más rezagados el escritor del Reich Hoensch y los dos oficiales de estado mayor. Cerrando la marcha iba Reiter, a quien la baronesa insistió en tener a su lado alegando que antes de servir al Reich había servido a su familia, petición que Von Berenberg concedió de inmediato.

Pronto llegaron a una cripta excavada en la roca. Una puerta de barrotes de hierro, con un escudo de armas roído por el tiempo, impedía la entrada. El oficial de las SS, que parecía comportarse como si fuera el dueño de la propiedad, extrajo una llave de uno de sus bolsillos y franqueó la entrada. Después encendió una linterna y todos procedieron a introducirse en la cripta, menos Reiter, a quien uno de los oficiales le indicó por señas que permaneciera de guardia en la puerta.

Así que Reiter se quedó allí plantado, contemplando la escalinata de piedra que descendía hacia la oscuridad y el jardín yermo por el que habían llegado y las torres del castillo que desde allí se veían y que se asemejaban a dos velas grises en un altar abandonado. Después extrajo un cigarrillo de su guerrera, lo encendió y se puso a mirar el cielo gris, los valles lejanos, y también se puso a pensar en el rostro de la baronesa Von Zumpe mientras la ceniza del cigarrillo caía al suelo y él, reclinado sobre la piedra, poco a poco se iba durmiendo. Entonces soñó con el interior de la cripta. La escalinata bajaba hacia un anfiteatro que la linterna del oficial de las SS iluminaba sólo en parte. Soñó que los visitantes se reían. Todos, menos uno de los oficiales de estado mayor, que buscaba sin dejar de llorar un sitio donde esconderse. Soñó que Hoensch recitaba un poema de Wolfram von Eschenbach y que luego escupía sangre. Soñó que entre todos se disponían a comerse a la baronesa Von Zumpe.

Despertó sobresaltado y a punto estuvo de echar a correr escalinata abajo para comprobar con sus propios ojos que nada de lo soñado era real.

Cuando los visitantes volvieron a la superficie, cualquiera, hasta el observador más torpe, hubiera podido percibir que estaban divididos en dos grupos, los que emergían con el rostro empalidecido, como si hubieran visto algo trascendental allá abajo, y los que aparecían con una semisonrisa dibujada en la cara, como si acabaran de recibir una lección más sobre la ingenuidad de la raza humana.

Esa noche, durante la cena, hablaron de la cripta, pero también hablaron de otras cosas. Hablaron de la muerte.

Hoensch dijo que la muerte en sí sólo era un espejismo en constante construcción, pero que en la realidad no existía. El oficial de las SS dijo que la muerte era una necesidad: nadie en su sano juicio, dijo, admitiría un mundo lleno de tortugas o lleno de jirafas. La muerte, concluyó, era la reguladora. El joven erudito Popescu dijo que la muerte, según la sabiduría oriental, sólo era un tránsito. Lo que no estaba claro, dijo, o al menos a él no le quedaba claro, era hacia qué lugar, hacia qué realidad conducía ese tránsito.

– La pregunta -dijo- es adónde. La respuesta -se respondió a sí mismo- es hacia donde mis méritos me lleven.

El general Entrescu opinó que eso era lo de menos, que lo importante era moverse, la dinámica del movimiento, lo que equiparaba a los hombres y a todos los seres vivos, incluidas las cucarachas, a las grandes estrellas. La baronesa Von Zumpe dijo, y tal vez fue la única que habló con franqueza, que la muerte era un engorro. El general Von Berenberg prefirió no expresar su opinión, lo mismo que los dos oficiales de estado mayor.

Después hablaron del asesinato. El oficial de las SS dijo que la palabra asesinato era una palabra ambigua, equívoca, imprecisa, vaga, indeterminada, que se prestaba a retruécanos.

Hoensch estuvo de acuerdo. El general Von Berenberg dijo que él prefería dejar las leyes a los jueces y a los tribunales penales y que si un juez decía que tal acto era un asesinato, pues era un asesinato, y que si el juez y el tribunal dictaminaban que no lo era, pues no lo era y no se hable más del asunto. Los dos oficiales de estado mayor opinaron lo mismo que su jefe.

El general Entrescu confesó que sus héroes infantiles eran siempre asesinos y malhechores, por los que sentía, dijo, un gran respeto. El joven erudito Popescu recordó que un asesino y un héroe se asemejan en la soledad y en la, al menos inicial, incomprensión.

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