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Pero los visajes que hacía Junge no tenían nada que ver con Sísifo, pensó Bubis, sino más bien con un tic facial desagradable, bueno, no muy desagradable, pero tampoco, evidentemente, agradable, y que él, Bubis, ya había visto en otros intelectuales alemanes, como si tras la guerra algunos de estos intelectuales hubieran sufrido un shock nervioso que se manifestaba de esta manera, o como si durante la guerra hubieran estado sometidos a una tensión insoportable que, una vez acabada la contienda, dejaba esta curiosa e inofensiva secuela.

– ¿Qué le parece Archimboldi? -repitió Bubis.

El rostro de Junge se puso rojo como el atardecer que crecía detrás de la colina y luego verde como las hojas perennes de los árboles del bosque.

– Hum -dijo-, hum. -Y luego sus ojos se dirigieron hacia la casita, como si de allí esperara la llegada de la inspiración o de la elocuencia o alguna ayuda de cualquier tipo-. Para serle franco -dijo. Y luego-: Sinceramente, mi opinión no es… -Y finalmente-: ¿Qué le puedo decir?

– Cualquier cosa -dijo Bubis-, su opinión como lector, su opinión como crítico.

– Bien -dijo Junge-. Lo he leído, eso es un hecho.

Ambos sonrieron.

– Pero no me parece -añadió- un autor… Es decir, es alemán, eso es innegable, su prosodia es alemana, vulgar, pero alemana, lo que quiero decir es que no me parece un autor europeo.

– ¿Americano, tal vez? -dijo Bubis, que por aquellos días acariciaba la idea de comprar los derechos de tres novelas de Faulkner.

– No, tampoco americano, más bien africano -dijo Junge, y volvió a hacer visajes bajo las ramas de los árboles-. Más propiamente:

asiático -murmuró el crítico.

– ¿De qué parte de Asia? -quiso saber Bubis.

– Yo qué sé -dijo Junge-, indochino, malayo, en sus mejores momentos parece persa.

– Ah, la literatura persa -dijo Bubis, que en realidad no conocía ni sabía nada de la literatura persa.

– Malayo, malayo -dijo Junge.

Después pasaron a hablar de otros autores de la editorial, por quienes el crítico mostraba más aprecio o interés, y regresaron al jardín desde donde se contemplaba el cielo arrebolado. Poco más tarde Bubis y la baronesa se despidieron con risas y palabras amables de los allí presentes, que no sólo los acompañaron hasta el coche sino que se quedaron en la calle haciendo adiós con la mano hasta que el vehículo de Bubis desapareció en la primera curva.

Esa noche, después de comentar con fingida sorpresa la desproporción que había entre Junge y su casita, poco antes de meterse en la cama de su hotel de Frankfurt, Bubis le comunicó a la baronesa que al crítico no le gustaban los libros de Archimboldi.

– ¿Eso tiene importancia? -preguntó la baronesa que, a su manera y conservando toda su independencia, quería al editor y tenía en alta estima sus opiniones.

– Depende -dijo Bubis en calzoncillos, junto a la ventana, mientras miraba la oscuridad exterior por un espacio mínimo de la cortina-. Para nosotros, en realidad, no tiene ninguna importancia.

Para Archimboldi, en cambio, tiene mucha.

Algo respondió la baronesa. Algo que el señor Bubis ya no escuchó. Afuera todo era oscuro, pensó, y descorrió ligeramente, sólo un poco más, la cortina. No vio nada. Sólo su rostro, el rostro del señor Bubis cada vez más arrugado y pronunciado y más y más oscuridad.

El cuarto libro de Archimboldi no tardó en llegar a la editorial.

Se llamaba Ríos de Europa, aunque en él básicamente se hablaba de un solo río, el Dniéper. Digamos que el Dniéper era el protagonista del libro y los demás ríos nombrados formaban parte del coro. El señor Bubis lo leyó de un tirón, en su oficina, y las risas que le provocó la lectura se oyeron por toda la editorial.

Esta vez el anticipo que le envió a Archimboldi fue mayor que todos los anticipos anteriores, a tal grado que Martha, la secretaria, antes de cursar el cheque a Colonia, entró en la oficina del señor Bubis y mostrándole el cheque le preguntó (no una sino dos veces) si era la cifra correcta, a lo que el señor Bubis respondió que sí, que era la cifra correcta, o incorrecta, qué más daba, una cifra, pensó cuando volvió a quedarse solo, siempre es aproximativa, no existe la cifra correcta, sólo los nazis creían en la cifra correcta y los profesores de matemática elemental, sólo los sectarios, los locos de las pirámides, los recaudadores de impuestos (Dios acabe con ellos), los numerólogos que leían el destino por cuatro perras creían en la cifra correcta.

Los científicos, por el contrario, sabían que toda cifra es sólo aproximativa. Los grandes físicos, los grandes matemáticos, los grandes químicos y los editores sabían que uno siempre transita por la oscuridad.

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