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Después la carta le produjo risa. Finalmente se entristeció, a lo que contribuyó el río, que a esa hora adquiría una tonalidad de dorado viejo, de pan de oro, y todo parecía desmigajarse, el río, los botes, las colinas, los bosquecillos, y partir cada cosa por su lado, hacia diferentes tiempos y diferentes espacios.

Nada permanece, murmuró Bubis. Nada está mucho tiempo con uno. En la carta Archimboldi le decía que esperaba recibir un anticipo al menos de la misma cuantía que el que había recibido por Ríos de Europa. Bien mirado, tiene razón, pensó el señor Bubis: el que yo me aburra con una novela no significa que esa novela sea mala, sólo significa que no la voy a poder vender y que por tanto ocupará un sitio precioso en mi almacén.

Al día siguiente le envió a Archimboldi una cantidad un poco mayor que la que éste había recibido por Ríos de Europa.

Ocho meses después de haber estado en Kempten Ingeborg y Archimboldi volvieron, pero esta vez el pueblo no les pareció tan hermoso como la primera vez, por lo que al cabo de dos días, y encontrándose ambos muy nerviosos, lo abandonaron a bordo de una carreta que se dirigía a una aldea en el interior de la montaña.

La aldea tenía menos de veinte habitantes y estaba muy cerca de la frontera austriaca. Allí alquilaron una habitación a un campesino que tenía una lechería y que vivía solo, pues durante la guerra había perdido a sus dos hijos, uno en Rusia y el otro en Hungría, y su mujer había muerto, según decía, de pena, aunque los aldeanos afirmaban que el campesino en cuestión la había arrojado desde un barranco.

El campesino se llamaba Fritz Leube y parecía contento de tener huéspedes aunque cuando se dio cuenta de que Ingeborg tosía sangre se preocupó mucho, pues pensaba que la tuberculosis era una enfermedad de fácil contagio. De todas maneras, no se veían demasiado. Por la noche, cuando volvía con las vacas, Leube preparaba una enorme olla con sopa, que duraba un par de días y de la que comían él y sus dos huéspedes. Si tenían hambre, tanto en la bodega de la casa como en la cocina había una gran variedad de quesos y encurtidos de los que se podía disponer a discreción. El pan, grandes hogazas redondas de dos y tres kilos, se lo compraba a una de las aldeanas o lo traía él personalmente si pasaba por alguna otra aldea o bajaba a Kempten.

A veces el campesino destapaba una botella de aguardiente y se quedaba hasta tarde hablando con Ingeborg y Archimboldi, haciendo preguntas sobre la gran ciudad (para él cualquier ciudad que tuviera más de treinta mil habitantes) y frunciendo el ceño ante las respuestas, a menudo malintencionadas, que solía darle Ingeborg. Al final de estas veladas Leube introducía el corcho en la botella, recogía la mesa y antes de marcharse a dormir decía que nada era comparable a la vida en el campo.

Por aquellos días Ingeborg y Archimboldi, como si presintieran algo, no paraban de hacer el amor. Lo hacían en la habitación oscura que le alquilaban a Leube y lo hacían en la sala, delante de la chimenea, cuando Leube se había ido a trabajar. Los pocos días que estuvieron en Kempten los emplearon básicamente en follar. En la aldea, una noche, lo hicieron en el establo, entre las vacas, mientras Leube y los aldeanos dormían. Por las mañanas, al levantarse, parecían recién llegados de un combate.

Ambos tenían moretones en diferentes partes del cuerpo y ambos exhibían unas ojeras enormes que Leube decía que eran las ojeras de la gente que malvivía en las ciudades.

Para reponerse comían pan negro con mantequilla y bebían grandes tazones de leche caliente. Una noche Ingeborg, tras toser durante mucho rato, le preguntó al campesino de qué había muerto su mujer. De pena, contestó Leube, tal como lo hacía siempre.

– Es extraño -dijo Ingeborg-, en el pueblo he oído decir que usted la mató.

Leube no pareció sorprendido, puesto que estaba al tanto de las habladurías.

– Si yo la hubiera matado ahora estaría preso -dijo-. Todos los asesinos, incluso los que matan por un buen motivo, van tarde o temprano a la cárcel.

– No lo creo -dijo Ingeborg-, hay mucha gente que mata, sobre todo que mata a sus mujeres, y que nunca va a parar a la cárcel.

Leube se rió.

– Eso sólo se ve en las novelas -dijo.

– No sabía que usted leyera novelas -contestó Ingeborg.

– Cuando era joven las leí -dijo Leube-, entonces podía perder el tiempo sin ningún problema, mis padres estaban vivos. ¿Y cómo se supone que maté a mi mujer? -preguntó Leube tras un largo silencio en el que sólo se oía el crepitar del fuego.

– Dicen que la arrojó a un barranco -dijo Ingeborg.

– ¿A qué barranco? -preguntó Leube, a quien la conversación divertía cada vez más.

– No lo sé -dijo Ingeborg.

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