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Volvió al camino y siguió ascendiendo. En determinado momento se dio cuenta de que estaba sudando. Una transpiración que salía caliente de sus poros y que de golpe se convertía en una película fría que a su vez era eliminada por más transpiración caliente… En cualquier caso dejó de tener frío. Cuando ya faltaba poco para llegar al puesto fronterizo vio a Ingeborg, de pie junto a un árbol, con la mirada fija en el cielo. El cuello de Ingeborg, su barbilla, los pómulos, relucían como tocados por una locura blanca. Se acercó corriendo y la abrazó.

– ¿Qué haces aquí? -le preguntó Ingeborg.

– Tenía miedo -dijo Archimboldi.

El rostro de Ingeborg estaba frío como un pedazo de hielo.

La besó en las mejillas hasta que ella se deshizo del abrazo.

– Mira las estrellas, Hans -le dijo.

Archimboldi obedeció. El cielo estaba lleno de estrellas, muchas más de las que se veían en las noches de Kempten y muchísimas más de las que era posible ver en la noche más despejada de Colonia. Es un cielo muy bonito, querida, dijo Archimboldi y luego trató de tomarla de una mano y arrastrarla hacia la aldea, pero Ingeborg se agarró de una rama del árbol, como si estuvieran jugando, y no quiso irse.

– ¿Te das cuenta de dónde estamos, Hans? -dijo riéndose con una risa que a Archimboldi le pareció una cascada de hielo.

– En la montaña, querida -dijo sin soltarle la mano e intentando vanamente abrazarla otra vez.

– Estamos en la montaña -dijo Ingeborg-, pero también estamos en un lugar rodeado de pasado. Todas esas estrellas -dijo-, ¿es posible que no lo comprendas, tú que eres tan listo?

– ¿Qué hay que comprender? -dijo Archimboldi.

– Mira las estrellas -dijo Ingeborg.

Levantó la vista: en efecto, había muchas estrellas, luego volvió a mirar a Ingeborg y se encogió de hombros.

– No soy tan listo -dijo-, tú lo sabes.

– Toda esa luz está muerta -dijo Ingeborg-. Toda esa luz fue emitida hace miles y millones de años. Es el pasado, ¿lo entiendes?

Cuando la luz de esas estrellas fue emitida nosotros no existíamos, ni existía vida en la tierra, ni siquiera la tierra existía.

Esa luz fue emitida hace mucho tiempo, ¿lo entiendes?, es el pasado, estamos rodeados por el pasado, lo que ya no existe o sólo existe en el recuerdo o en las conjeturas ahora está allí, encima de nosotros, iluminando las montañas y la nieve y no podemos hacer nada para evitarlo.

– Un libro viejo también es el pasado -dijo Archimboldi-, un libro escrito y publicado en 1789 es el pasado, su autor ya no existe, tampoco existe su impresor ni sus primeros lectores ni la época en la que el libro fue escrito, pero el libro, la primera edición de ese libro, aún está aquí. Como las pirámides de los aztecas -dijo Archimboldi.

– Odio las primeras ediciones y las pirámides y también odio a esos aztecas sanguinarios -dijo Ingeborg-. Pero la luz de las estrellas me marea. Me dan ganas de llorar -dijo Ingeborg con los ojos húmedos de locura.

Después, haciendo un gesto para que Archimboldi no le pusiera una mano encima, echó a caminar hacia el puesto fronterizo, que consistía en una pequeña cabaña de madera de dos pisos, de cuya chimenea surgía una delgada voluta de humo negro que se deshacía en el cielo nocturno, con un cartel que colgaba de un asta en donde se anunciaba que aquélla era la frontera.

Junto a la cabaña había un galpón sin paredes en donde estaba estacionado un pequeño vehículo de carga. No había ninguna luz, salvo el débil resplandor de una vela que se filtraba por la mampara mal cerrada de una ventana en el segundo piso.

– Vamos a ver si tienen algo caliente para darnos -dijo Archimboldi, y golpeó la puerta.

Nadie les contestó. Volvió a golpear, esta vez con más fuerza.

El puesto fronterizo parecía vacío. Ingeborg, que lo esperaba fuera del porche, había cruzado las manos sobre el pecho y su rostro había empalidecido hasta adquirir la misma tonalidad de la nieve. Archimboldi dio la vuelta a la cabaña. En la parte de atrás, junto a la leñera, encontró una caseta de perro de dimensiones considerables pero no vio a ningún perro. Cuando regresó al porche delantero Ingeborg seguía de pie, mirando las estrellas.

– Creo que los guardas fronterizos se han marchado -dijo Archimboldi.

– Hay luz -contestó Ingeborg sin mirarlo, y Archimboldi no supo si se refería a la luz de las estrellas o a la que se veía en el segundo piso.

– Voy a romper una ventana -dijo.

Buscó en el suelo algo sólido y no halló nada, por lo que, tras apartar la contraventana de madera, rompió uno de los cristales dándole un golpe con el codo. Luego, utilizando las manos con cuidado, terminó de apartar los trozos de vidrio y abrió la ventana.

Un olor denso, pesado, le golpeó la cara mientras se deslizaba hacia dentro. En el interior de la cabaña todo estaba a oscuras, salvo un resplandor apagado que salía de la chimenea.

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