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– Sólo quería decirle -dijo el campesino- que la señora tenía razón. Yo maté a mi mujer. La arrojé a un barranco. Al barranco de la Virgen. En realidad ya no lo recuerdo. Tal vez fuera el barranco de las Flores. Pero yo la arrojé al barranco y vi caer su cuerpo, destrozado por los salientes y por las piedras.

Luego abrí los ojos y la busqué. Allá abajo estaba. Una mancha de color entre las lajas. Durante mucho rato estuve mirándola. Luego bajé y me la eché a los hombros y subí con ella encima, pero ya no pesaba nada, era como subir con un hato de ramas. Entré en mi casa por la parte de atrás. Nadie me vio. La lavé con cuidado, le puse ropa nueva, la acosté.

¿Cómo no se dieron cuenta de que tenía todos los huesos rotos?

Dije que había muerto. ¿De qué murió?, me preguntaron.

De pena, dije yo. Cuando uno muere de pena es como si tuviera los huesos rotos y magulladuras en todas partes y el cráneo reventado. Eso es la pena. Yo mismo hice el ataúd durante una noche de trabajo y al día siguiente la enterré. Luego arreglé los papeles en Kempten. No le voy a decir que a los funcionarios les pareció normal. Algo se extrañaron. Yo vi sus caras de extrañeza. Pero no dijeron nada y me inscribieron a la muerta. Luego volví a la aldea y seguí viviendo. Solo para siempre -murmuró tras una larga pausa-. Tal como debe ser.

– ¿Por qué me cuenta esto? -dijo Archimboldi.

– Para que se lo cuente a la señora Ingeborg. Quiero que la señora lo sepa. Es por ella que yo se lo cuento a usted, para que ella lo sepa. ¿Estamos?

– De acuerdo -dijo Archimboldi-, se lo contaré.

Cuando salieron del hospital volvieron en tren a Colonia, pero apenas pudieron estar allí tres días. Archimboldi le preguntó a Ingeborg si quería ir a visitar a su madre. Ingeborg contestó que entre sus planes ya no estaba volver a ver nunca más a su madre ni a sus hermanas. Deseo viajar, dijo. Al día siguiente Ingeborg tramitó su pasaporte y Archimboldi consiguió dinero entre sus amigos. Primero estuvieron en Austria y luego en Suiza y de Suiza pasaron a Italia. Visitaron, como dos vagabundos, Venecia y Milán, y entre ambas ciudades se detuvieron en Verona y durmieron en la pensión donde durmió Shakespeare y comieron en la trattoria donde comió Shakespeare, y que ahora se llamaba Trattoria Shakespeare, y también fueron a la iglesia adonde solía ir Shakespeare a meditar o a jugar al ajedrez con el cura párroco, puesto que Shakespeare, al igual que ellos, no hablaba italiano, aunque para jugar al ajedrez no era necesario hablar italiano ni inglés ni alemán ni siquiera ruso.

Y como en Verona poco más es lo que había que ver recorrieron Brescia y Padua y Vicenza y otras ciudades a lo largo de la línea ferroviaria que une Milán con Venecia, y luego estuvieron en Mantua y en Bolonia y vivieron tres días en Pisa haciendo el amor como desesperados, y se bañaron en Cecina y en Piombino, enfrente de la isla de Elba, y luego visitaron Florencia y entraron en Roma.

¿De qué vivieron? Probablemente Archimboldi, que había aprendido mucho de su trabajo de portero en el bar de la Spenglerstrasse, se dedicó a los pequeños hurtos. Robar a los turistas americanos era fácil. Robar a los italianos sólo era un poco más difícil. Tal vez Archimboldi pidió otro anticipo a la editorial y se lo enviaron o quizás fue la propia baronesa Von Zumpe a entregárselo en mano, picada por la curiosidad de conocer a la mujer de su antiguo empleado.

El encuentro, en cualquier caso, fue en un sitio público y sólo apareció Archimboldi, que se tomó una cerveza, cogió el dinero, dio las gracias y se marchó. O así se lo explicó la baronesa a su marido en una larga carta escrita desde un castillo de Senigallia en donde pasó quince días tostando su piel al sol y tomando largos baños de mar. Baños de mar que Ingeborg y Archimboldi no tomaron o que pospusieron para otra reencarnación, pues la salud de Ingeborg, con el paso del verano, se hizo cada vez más débil y la posibilidad de volver a la montaña o de internarse en un hospital quedaba descartada sin discusión posible. El comienzo de septiembre los encontró en Roma, vestidos ambos con pantalones cortos de color amarillo arena del desierto o amarillo duna, como si fueran fantasmas del Afrika Korps perdidos en las catacumbas de los primeros cristianos, catacumbas desoladas en donde sólo se oía el goteo impreciso de alguna cloaca vecina y la tos de Ingeborg.

Pronto, sin embargo, emigraron hacia Florencia y desde allí, caminando o haciendo autoestop, se dirigieron al Adriático.

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