Para entonces la baronesa Von Zumpe se hallaba en Milán, como huésped de unos editores milaneses, y desde una cafetería semejante en todo a una catedral románica le escribió una carta a Bubis en la que le informaba sobre la salud de sus anfitriones, que hubieran deseado que Bubis estuviera allí, y sobre unos editores de Turín que acababa de conocer, uno viejo y muy alegre que siempre que se refería a Bubis lo llamaba mi hermano, y el otro joven, izquierdista, muy guapo, que decía que los editores también, por qué no, debían contribuir a cambiar el mundo. También, por aquellos días, entre fiesta y fiesta la baronesa conoció a algunos escritores italianos, algunos de los cuales tenían libros que tal vez resultaran interesantes de traducir. Por supuesto, la baronesa podía leer en italiano aunque sus actividades diarias le vedaban, de alguna manera, la lectura.
Todas las noches había una fiesta a la que asistir. Y cuando no había fiesta sus anfitriones se la inventaban. A veces abandonaban Milán en una caravana de cuatro o cinco coches y se iban a un pueblo a orillas del lago de Garda llamado Bardolino, en donde alguno tenía una villa, y a menudo el amanecer los encontraba a todos, exhaustos y alegres, bailando en una trattoria cualquiera de Desenzano, ante la mirada curiosa de los lugareños que habían trasnochado (o que se acababan de levantar) atraídos por la algarabía.
Una mañana, sin embargo, recibió un telegrama de Bubis en el que le comunicaba que la mujer de Archimboldi había muerto en un pueblo perdido del Adriático. Sin saber a ciencia cierta por qué, la baronesa se echó a llorar como si se le hubiera muerto una hermana y ese mismo día comunicó a sus anfitriones que se iba de Milán rumbo a este pueblo perdido, sin saber muy bien si tenía que tomar un tren o un autobús o un taxi, puesto que el pueblo en cuestión no aparecía en su guía del viajero en Italia. El joven editor turinés de izquierdas se ofreció a llevarla en su coche y la baronesa, que había tenido algunos escarceos con él, se lo agradeció con palabras tan sentidas que el turinés, de golpe, no supo a qué atenerse.
El viaje fue un treno o un epicedio, dependiendo del paisaje que cruzaran, recitado en un italiano cada vez más macarrónico y contagioso. Al final, llegaron al pueblo misterioso agotados después de haber repasado una lista interminable de familiares muertos (tanto de la baronesa como del turinés) y amigos desaparecidos, algunos de los cuales estaban muertos sin que ellos lo supieran. Pero aún tuvieron fuerzas para preguntar por un alemán al que se le había muerto la mujer. Los aldeanos, hoscos y atareados en la reparación de redes y en el calafateado de los botes, les dijeron que en efecto, hacía unos días, había llegado una pareja de alemanes y que hacía unos pocos días el hombre se había marchado solo, puesto que la mujer había muerto ahogada.
¿Adónde había ido el hombre? No lo sabían. La baronesa y el editor le preguntaron al cura, pero éste tampoco sabía nada.
También le preguntaron al sepulturero y éste les repitió lo que ya habían oído como una letanía: que el alemán se había marchado hacía poco tiempo y que la alemana no estaba enterrada en aquel cementerio, puesto que había muerto ahogada y su cadáver no se encontró jamás.
Por la tarde, antes de abandonar el pueblo, la baronesa insistió en subir a una montaña desde la que se dominaba toda la región. Vio senderos zigzagueantes, de tonalidades amarillo oscuro, que se perdían en medio de pequeños bosques de color plomizo, como si los bosques fueran globos hinchados de lluvia, vio colinas cubiertas de olivos y manchas que se desplazaban con una lentitud y extrañeza que aunque le parecieron de este mundo no le parecieron soportables.
Durante mucho tiempo de Archimboldi no se supo nada.
Cuando habían transcurrido cuatro años de su desaparición, Bubis recibió en Hamburgo el voluminoso manuscrito de