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Así que tomó un vaporetto en San Zaccaria y se dejó llevar, ensimismada, por el Gran Canal y luego se bajó enfrente de la estación y empezó a caminar y a preguntar, y mientras tanto iba pensando en los ojos de Moravia, que eran atractivos, y en los ojos de Archimboldi, que de golpe descubrió que ya no recordaba, y también pensó en lo disímiles que eran ambas vidas, la de Moravia y la de Archimboldi, uno burgués y sensato y que marchaba con su tiempo y que no se privaba, sin embargo, de propiciar (pero no para él sino para sus espectadores) ciertas bromas delicadas e intemporales, el otro, sobre todo comparado con el primero, esencialmente un lumpen, un bárbaro germánico, un artista en permanente incandescencia, como decía Bubis, alguien que no vería jamás las ruinas envueltas en estolas de luz que se apreciaban desde la terraza de Moravia ni oiría los discos de Moravia ni saldría de noche a pasear por Roma con sus amigos, poetas y cineastas, traductores y estudiantes, aristócratas y marxistas, como hacía Moravia con sus amigos, siempre una palabra amable, una observación inteligente, un comentario oportuno, mientras Archimboldi mantenía largos soliloquios con él mismo, pensó la baronesa al tiempo que recorría Lista de Spagna hasta el Campo San Geremia y luego atravesaba el puente Guglie y bajaba unos escalones hasta la Fondamenta Pescaria, ininteligibles soliloquios de niño de servicio o de soldado descalzo vagabundo en tierras rusas, un infierno poblado de súcubos, pensó la baronesa, y recordó entonces, sin que viniera a cuento, que a los pederastas, en el Berlín de su adolescencia, algunas personas, sobre todo las criadas que venían del campo, los llamaban súcubos, las criadas, las doncellas que abrían los ojos muy grandes y con falsa expresión de susto, las doncellitas que dejaban a la familia para ir a las enormes casas de los barrios de los ricos y que mantenían largos soliloquios que les permitían asegurar un día más su supervivencia.

¿Pero Archimboldi mantenía en realidad soliloquios con él mismo?, pensó la baronesa mientras se internaba por la calle del Ghetto Vecchio, ¿o monologaba en presencia de otra persona?

¿Y si era así, quién era esa otra persona? ¿Un muerto? ¿Un demonio alemán? ¿Un monstruo que él había descubierto cuando trabajaba en su casa solariega de Prusia? ¿Un monstruo que se encontraba en los sótanos de su casa cuando el niño Archimboldi iba a trabajar acompañado de su madre? ¿Un monstruo que se escondía en el bosque propiedad de los barones Von Zumpe? ¿El fantasma de los campos de turba? ¿El espíritu de los roqueríos a un lado de la accidentada carretera que unía las aldeas de pescadores?

Pura palabrería, pensó la baronesa, que nunca había creído en los fantasmas ni en ideologías, sólo en su cuerpo y en los cuerpos de otros, mientras atravesaba la plaza del Ghetto Nuovo y luego cruzaba el puente hasta la Fondamenta degli Ormesini, y giraba a la izquierda y llegaba a la calle Turlona, sólo casas viejas, edificios que se sostenían unos a otros como viejitos enfermos de Alzheimer, un batiburrillo de casas y pasillos laberínticos en donde se oían voces lejanas, voces preocupadas que preguntaban y respondían con gran dignidad, hasta llegar a la puerta de Archimboldi, en una casa que ni desde la calle ni desde el interior se sabía muy bien en qué piso estaba, si en el tercero o en el cuarto, tal vez en el tercero y medio.

Abrió la puerta Archimboldi. Tenía el pelo largo y enmarañado y la barba le cubría todo el cuello. Iba vestido con un suéter de lana y unos pantalones anchos y con manchas de tierra, algo nada usual en Venecia, donde sólo hay agua y piedras.

La reconoció de inmediato y al pasar la baronesa notó que las fosas nasales de su antiguo criado se dilataban, como si intentara olerla. La casa se componía de dos habitaciones pequeñas, separadas por un tabique de yeso, y un baño, también minúsculo, de construcción reciente. En la habitación que servía de comedor y cocina estaba la única ventana de la casa, que daba a un canal que desembocaba en el Rio della Sensa. El color de la casa era de un malva oscuro que, ya en la segunda habitación, en donde estaba la cama y la ropa de Archimboldi, se transmutaba en negro, un negro de provincias, pensó la baronesa.

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