Por aquellos días Bubis se hallaba inmerso en las grandes y a menudo ociosas discusiones que mantenían los escritores alemanes de la República Federal y de la República Democrática y por su oficina pasaban intelectuales y llegaban cartas y telegramas y por las noches, para variar, llamadas telefónicas urgentes que generalmente no conducían a nada. La atmósfera que se respiraba en la editorial era de una actividad febril. A veces, sin embargo, todo se paraba, la correctora hacía café para ella y para Archimboldi y té para una chica nueva que se ocupaba del diseño gráfico de los libros, pues la editorial en este tiempo había crecido y la nómina de empleados aumentado, y a veces, en una mesa vecina, había un corrector suizo, un muchacho que nadie sabía muy bien a santo de qué vivía en Hamburgo, y la baronesa abandonaba su oficina y lo mismo hacía la jefa de prensa y en ocasiones la secretaria, y todos se ponían a hablar de cualquier cosa, de la última película que habían visto o del actor Dirk Bogarde, y luego aparecía la administrativa e incluso la señora Marianne Gottlieb se dejaba caer con una sonrisa en la amplia sala donde trabajaban los correctores, y si las risas eran muy sonoras, hasta Bubis en persona aparecía por allí, con su taza de té en la mano, y no sólo hablaban de Dirk Bogarde, también hablaban de política y de las trapacerías que eran capaces de cometer las nuevas autoridades de Hamburgo o hablaban de algunos escritores que desconocían lo que era la ética, plagiarios confesos y sonrientes y con una máscara bonachona que encubría un rostro en donde se mezclaban el miedo y la ofensa, escritores dispuestos a usurpar
– «¡Pobre María! Cada vez que percibe el ruido de un caballo que se acerca, está segura de que soy yo.»
– «La tripulación del buque tragado por las olas estaba formada por veinticinco hombres, que dejaron centenares de viudas condenadas a la miseria.»
– «Con la ayuda de Dios, el sol lucirá de nuevo sobre Polonia.
»
– «¡Vámonos!, dijo Peter buscando su sombrero para enjugarse las lágrimas.»
– «El duque apareció seguido de su séquito, que iba delante.
»
– «Con las manos cruzadas sobre la espalda paseábase Enrique por el jardín, leyendo la novela de su amigo.»
– «Con un ojo leía, con el otro escribía.»
– «El cadáver esperaba, silencioso, la autopsia.»
– «Guillermo no pensaba que el corazón pudiera servir para algo más que para la respiración.»
– «Esta espada de honor es el día más hermoso de mi vida.»
– «Empiezo a ver mal, dijo la pobre ciega.»
– «Después de cortarle la cabeza, lo enterraron vivo.»
– «Tenía la mano fría como la de una serpiente.» Ponson du Terrail-. Y aquí no se especificaba a qué obra pertenecía el lapsus cálami.
De la colección de Max Sengen destacaban los siguientes, sin especificar obra ni autor:
– «El cadáver miraba con reproche a los que le rodeaban.»
– «¿Qué puede hacer un hombre muerto por una bala mortífera?»
– «En las cercanías de la ciudad hubo rebaños enteros de osos que andaban siempre solos.»
– «Por desgracia, la boda se retrasó quince días, durante los cuales la novia huyó con el capitán y dio a luz ocho hijos.»
– «Excursiones de tres o cuatro días eran para ellos cosa diaria.»
Y después venían los comentarios. El suizo, por ejemplo, declaró que era del todo
– Altamente sexual -dijo la baronesa.
– Cosa difícil de creer tratándose de Chateaubriand -acotó la correctora.
– Bueno, la alusión a los caballos es clara -dictaminó el suizo.
– ¡Pobre María! -terminó diciendo la jefa de prensa.