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Por aquellos días Bubis se hallaba inmerso en las grandes y a menudo ociosas discusiones que mantenían los escritores alemanes de la República Federal y de la República Democrática y por su oficina pasaban intelectuales y llegaban cartas y telegramas y por las noches, para variar, llamadas telefónicas urgentes que generalmente no conducían a nada. La atmósfera que se respiraba en la editorial era de una actividad febril. A veces, sin embargo, todo se paraba, la correctora hacía café para ella y para Archimboldi y té para una chica nueva que se ocupaba del diseño gráfico de los libros, pues la editorial en este tiempo había crecido y la nómina de empleados aumentado, y a veces, en una mesa vecina, había un corrector suizo, un muchacho que nadie sabía muy bien a santo de qué vivía en Hamburgo, y la baronesa abandonaba su oficina y lo mismo hacía la jefa de prensa y en ocasiones la secretaria, y todos se ponían a hablar de cualquier cosa, de la última película que habían visto o del actor Dirk Bogarde, y luego aparecía la administrativa e incluso la señora Marianne Gottlieb se dejaba caer con una sonrisa en la amplia sala donde trabajaban los correctores, y si las risas eran muy sonoras, hasta Bubis en persona aparecía por allí, con su taza de té en la mano, y no sólo hablaban de Dirk Bogarde, también hablaban de política y de las trapacerías que eran capaces de cometer las nuevas autoridades de Hamburgo o hablaban de algunos escritores que desconocían lo que era la ética, plagiarios confesos y sonrientes y con una máscara bonachona que encubría un rostro en donde se mezclaban el miedo y la ofensa, escritores dispuestos a usurpar cualquier reputación, con la certeza de que esto les proporcionaría una posteridad, cualquier posteridad, lo que provocaba la risa de las correctoras y de los demás empleados de la editorial e incluso la sonrisa resignada de Bubis, pues nadie mejor que ellos sabía que la posteridad era un chiste de vodevil que sólo escuchaban los que estaban sentados en primera fila, y luego se ponían a hablar de los lapsus cálami, muchos de ellos recogidos en un libro publicado en París, de esto hacía ya mucho tiempo, titulado acertadamente Museo de errores, y otros seleccionados por Max Sengen, buscador de erratas. Y, del dicho al hecho, no tardaron mucho las correctoras en coger el libro (que no era el Museo de errores francés ni el de Sengen), cuyo título Archimboldi no pudo ver, y se pusieron a leer en voz alta una selección de perlas cultivadas:

– «¡Pobre María! Cada vez que percibe el ruido de un caballo que se acerca, está segura de que soy yo.» El duque de Monbazon, Chateaubriand.

– «La tripulación del buque tragado por las olas estaba formada por veinticinco hombres, que dejaron centenares de viudas condenadas a la miseria.» Dramas marítimos, Gaston Leroux.

– «Con la ayuda de Dios, el sol lucirá de nuevo sobre Polonia.

» El diluvio, Sinkiewicz.

– «¡Vámonos!, dijo Peter buscando su sombrero para enjugarse las lágrimas.» Lourdes, Zola.

– «El duque apareció seguido de su séquito, que iba delante.

» Cartas desde mi molino, Alfonso Daudet.

– «Con las manos cruzadas sobre la espalda paseábase Enrique por el jardín, leyendo la novela de su amigo.» El día fatal, Rosny.

– «Con un ojo leía, con el otro escribía.» A orillas del Rhin, Auback.

– «El cadáver esperaba, silencioso, la autopsia.» El favorito de la suerte, Octavio Feuillet.

– «Guillermo no pensaba que el corazón pudiera servir para algo más que para la respiración.» La muerte, Argibachev.

– «Esta espada de honor es el día más hermoso de mi vida.»

El honor, Octavio Feuillet.

– «Empiezo a ver mal, dijo la pobre ciega.» Beatriz, Balzac.

– «Después de cortarle la cabeza, lo enterraron vivo.» La muerte de Mongomer, Henri Zvedan.

– «Tenía la mano fría como la de una serpiente.» Ponson du Terrail-. Y aquí no se especificaba a qué obra pertenecía el lapsus cálami.

De la colección de Max Sengen destacaban los siguientes, sin especificar obra ni autor:

– «El cadáver miraba con reproche a los que le rodeaban.»

– «¿Qué puede hacer un hombre muerto por una bala mortífera?»

– «En las cercanías de la ciudad hubo rebaños enteros de osos que andaban siempre solos.»

– «Por desgracia, la boda se retrasó quince días, durante los cuales la novia huyó con el capitán y dio a luz ocho hijos.»

– «Excursiones de tres o cuatro días eran para ellos cosa diaria.»

Y después venían los comentarios. El suizo, por ejemplo, declaró que era del todo inesperada la frase de Chateaubriand, sobre todo porque en ella se percibía un trasfondo de carácter sexual.

– Altamente sexual -dijo la baronesa.

– Cosa difícil de creer tratándose de Chateaubriand -acotó la correctora.

– Bueno, la alusión a los caballos es clara -dictaminó el suizo.

– ¡Pobre María! -terminó diciendo la jefa de prensa.

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