– El de Balzac -dijo Archimboldi.
– Ah, ése es fantástico -dijo la correctora.
Y el suizo recitó:
– «Empiezo a ver mal, dijo la pobre ciega.»
Después de
El siguiente manuscrito, sin embargo, llegó desde una isla griega, la isla de Icaria, en donde Archimboldi había alquilado una casita en medio de unas colinas rocosas, detrás de las cuales estaba el mar. Como el paisaje final de Sísifo, pensó Bubis, y así se lo hizo saber en una carta en la que le notificaba, como era usual, la llegada del texto, su consiguiente lectura, y en donde le sugería tres formas de pago, para que Archimboldi escogiera la que más le conviniera.
La respuesta de Archimboldi sorprendió a Bubis. En ella le decía que Sísifo, una vez muerto, se había escapado del Infierno mediante una estratagema de orden legal. Antes de que Zeus liberara a Tánato, y sabiendo Sísifo que lo primero que haría la muerte sería ir a por él, le pidió a su mujer que no cumpliera con los requisitos fúnebres establecidos. Así pues, al llegar a los Infiernos Hades se lo reprochó y todas las potestades infernales pusieron, como es normal, el grito en el cielo o en la bóveda del Infierno y se tiraron de los pelos y se sintieron ofendidos. Sísifo, no obstante, dijo que la culpa no era suya sino de su mujer y pidió, digamos, un permiso penal para subir a la tierra y castigarla.
Hades se lo pensó: la propuesta de Sísifo era razonable y le fue concedida la libertad bajo fianza, valedera únicamente para tres jornadas o cuatro, las suficientes para que se tomara justa venganza y pusiera en marcha, aunque fuera un poco tarde, los requisitos fúnebres de rigor. Por descontado, Sísifo no esperó a que se lo repitieran y volvió a la tierra, en donde vivió felizmente hasta que fue muy viejo, no por nada era el hombre más astuto del orbe, y sólo regresó a los Infiernos cuando su cuerpo ya no dio más de sí.
Según algunos, el castigo de la roca sólo tenía una finalidad:
la de mantener a Sísifo ocupado y no permitir que su mente inventara nuevas argucias. Pero el día menos pensado a Sísifo se le va a ocurrir algo y va a volver a subir a la tierra, concluía su carta Archimboldi.
La novela que le envió a Bubis desde Icaria se llamaba
En Icaria vivió algún tiempo. Luego vivió en Amargos.
Luego en Santorín. Luego en Sifnos, en Siros y en Miconos. Luego vivió en un islote pequeñísimo, al que llamaba Hecatombe o Superego, cerca de la isla de Naxos, pero en Naxos no vivió nunca. Luego se marchó de las islas y volvió al continente. En aquella época comía uvas y olivas, grandes olivas secas cuyo sabor y consistencia eran similares a los terrones. Comía queso blanco y queso curado de cabra que vendían envuelto en hojas de parra y cuyo olor podía esparcirse en un radio de trescientos metros. Comía pan negro muy duro que había que reblandecer con vino. Comía pescados y tomates. Higos. Agua. El agua la sacaba de un pozo. Tenía un balde y un bidón como los que usan en el ejército, que llenaba de agua. Nadaba, pero el niño alga había muerto. Nadaba bien, no obstante. A veces buceaba.
Otras veces se quedaba solo, sentado en las laderas de las colinas de matojos bajos, hasta que anochecía o hasta que amanecía, él decía que pensando pero en realidad sin pensar en nada.