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Cuando ya vivía en el continente se enteró, leyendo un periódico alemán en una terraza de Missolonghi, de la muerte de Bubis.

Tánato había llegado a Hamburgo, ciudad que conocía al dedillo, mientras Bubis estaba en su oficina leyendo un libro de un joven escritor de Dresde, un libro ferozmente humorístico que lo hacía sacudirse de risa. Sus carcajadas, según la jefa de prensa de la editorial, se escuchaban en la sala de espera y en la oficina de los administrativos y también en la oficina de los correctores y en la sala de juntas y en el cuarto de los lectores y en el baño y en la habitación que hacía las veces de cocina y repostero y hasta llegaban a la oficina de la mujer del jefe, que era la más alejada de todas.

De pronto, las carcajadas cesaron. Todo el mundo en la editorial, por una causa o por otra, recordaba la hora, las once veinticinco de la mañana. Al cabo de un rato, la secretaria golpeó la puerta de la oficina de Bubis. Nadie le respondió. Temerosa de molestarlo decidió no insistir. Poco después intentó pasarle una llamada telefónica. Nadie levantó el teléfono en la oficina de Bubis. Esta vez la llamada era urgente y la secretaria, tras golpear varias veces, abrió la puerta. Bubis estaba agachado, entre sus libros artísticamente esparcidos por el suelo, y estaba muerto aunque su cara daba impresión de contento.

Su cuerpo fue quemado y esparcido en las aguas del Alster.

Su viuda, la baronesa, se puso al frente de la editorial y declaró su nula intención de poner ésta en venta. Nada se decía sobre el manuscrito del joven autor de Dresde, el cual, por otra parte, ya había tenido problemas con la censura en la República Democrática.

Cuando terminó de leer, Archimboldi volvió a leer toda la noticia un vez más y luego la volvió a leer por tercera vez y luego se levantó temblando y se fue a caminar por Missolonghi, que estaba lleno de recuerdos de Byron, como si Byron no hubiera hecho otra cosa en Missolonghi que caminar de un lado a otro, de una posada a una taberna, de callejón en plazuela, cuando era bien sabido que la fiebre no le permitía moverse y que el que caminó y vio y reconoció fue Tánato, que además de venir a buscar a Byron hizo turismo, pues Tánato es el más grande turista que hay sobre la tierra.

Y luego Archimboldi pensó si convendría enviar una tarjeta a la editorial con el pésame. E incluso imaginó las palabras que en esa tarjeta escribiría. Pero luego le pareció que nada de aquello tenía sentido, y no escribió nada ni mandó nada.

Más de un año después de la muerte de Bubis, cuando Archimboldi había vuelto a vivir en Italia, llegó a la editorial el manuscrito de su última novela, titulada El regreso. La baronesa Von Zumpe no la quiso leer. Se la dio a la correctora y le dijo que la preparara para publicarla al cabo de tres meses.

Luego envió un telegrama al remitente que venía en el sobre que contenía el manuscrito y al día siguiente tomó un avión con destino a Milán. Del aeropuerto se fue a la estación con el tiempo justo para coger un tren a Venecia. Por la tarde, en una trattoria del Cannaregio, vio a Archimboldi y le entregó un cheque que sumaba el anticipo por su última novela y los derechos de autor generados por sus antiguos libros.

La cantidad era respetable, pero Archimboldi se guardó el cheque en un bolsillo y no dijo nada. Luego se pusieron a hablar.

Comieron sardinas a la veneciana con rodajas de sémola dura y bebieron una botella de vino blanco. Se levantaron y caminaron por una Venecia muy diferente de la Venecia invernal y nevada que habían disfrutado en su último encuentro. La baronesa le confesó que desde entonces no había vuelto.

– Yo llegué no hace mucho -dijo Archimboldi.

Parecían dos viejos amigos a los cuales no les hace falta hablar demasiado. El otoño, benigno, recién empezaba y para conjurar el frío sólo era necesario un suéter ligero. La baronesa quiso saber si Archimboldi aún vivía en el Cannaregio. Así era, respondió Archimboldi, pero ya no en la calle Turlona.

Entre sus planes estaba el marcharse al sur.

Durante muchos años la casa de Archimboldi, sus únicas posesiones, fueron su maleta, que contenía ropa y quinientas hojas en blanco y los dos o tres libros que estuviera leyendo en ese momento, y la máquina de escribir que le regalara Bubis.

La maleta la cargaba con la mano derecha. La máquina la cargaba con la mano izquierda. Cuando la ropa se hacía un poco vieja, la tiraba. Cuando terminaba de leer un libro, lo regalaba o lo abandonaba en una mesa cualquiera. Durante mucho tiempo se negó a comprar un ordenador. A veces se acercaba a las tiendas que vendían ordenadores y les preguntaba a los vendedores cómo funcionaban. Pero siempre, en el último minuto, se echaba atrás, como un campesino receloso con sus ahorros.

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