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Después Popescu le sirvió un gran entrecot, con algo de salsa picante, y se ofreció a cortarle la carne en pedacitos, cosa que el capitán mutilado agradeció con un aire ausente. Mientras duró la comida nadie dijo nada. Popescu se retiró unos segundos, pues dijo que tenía que hacer una llamada telefónica, y al volver el capitán masticaba su último trozo de entrecot. Popescu sonrió satisfecho. El capitán se llevó una mano a la frente, como si quisiera recordar o algo le doliera.

– Eructe, eructe si se lo pide el cuerpo, mi buen amigo -dijo Popescu.

El capitán mutilado eructó.

– ¿Cuánto hace que no se comía un entrecot como éste, eh?

– dijo Popescu.

– Años -dijo el capitán mutilado.

– ¿Y le ha sabido a gloria?

– Seguramente -dijo el capitán mutilado-, aunque hablar de mi general Entrescu ha sido como si abriera una puerta que llevaba mucho tiempo atrancada.

– Desahóguese -dijo Popescu-, está entre compatriotas.

El uso del plural hizo que el capitán mutilado se sobresaltara y mirara hacia la puerta, pero era evidente que en la habitación sólo estaban ellos dos.

– Voy a poner un disco -dijo Popescu-, ¿le parece bien algo de Gluck?

– No conozco a ese músico -dijo el capitán mutilado.

– ¿Algo de Bach?

– Sí, Bach me gusta -dijo el capitán mutilado entrecerrando los ojos.

Cuando volvió a su lado Popescu le sirvió una copa de coñac Napoleón.

– ¿Hay algo que lo inquiete, capitán, hay algo que lo moleste, tiene ganas de contarme una historia, lo puedo ayudar en algo?

El capitán entreabrió los labios pero luego los cerró y negó con la cabeza.

– No necesito nada.

– Nada, nada, nada -repitió Popescu arrellanado en su sillón.

– Los huesos, los huesos -murmuró el capitán mutilado-, ¿por qué el general Entrescu nos hizo detenernos en un palacio cuyos alrededores estaban plagados de huesos?

Silencio.

– Tal vez porque sabía que iba a morir y quería hacerlo en su casa -dijo Popescu.

– Dondequiera que caváramos encontrábamos huesos -dijo el capitán mutilado-. Los alrededores del palacio rebosaban huesos humanos. No había manera de cavar una trinchera sin encontrar los huesecillos de una mano, un brazo, una calavera.

¿Qué tierra era ésa? ¿Qué había pasado allí? ¿Y por qué la cruz de los locos, vista desde allí, ondeaba como una bandera?

– Un efecto óptico, seguramente -dijo Popescu.

– No lo sé -dijo el capitán mutilado-. Estoy cansado.

– En efecto, está usted muy cansado, capitán, cierre los ojos -dijo Popescu, pero el capitán ya había cerrado los ojos desde hacía bastante rato.

– Estoy cansado -repitió.

– Está entre amigos -dijo Popescu.

– Ha sido un largo camino.

Popescu asintió en silencio.

La puerta se abrió y aparecieron dos húngaros. Popescu ni los miró. Con tres dedos, el pulgar, el índice y el medio, muy cerca de la boca y de la nariz, seguía los compases de Bach. Los húngaros se quedaron quietos mirando la escena y esperando una señal. El capitán se quedó dormido. Cuando el disco terminó de sonar Popescu se levantó y se acercó de puntillas al capitán.

– Hijo de un turco y de una puta -dijo en rumano, aunque su tono no era violento sino reflexivo.

Con un gesto indicó a los húngaros que se acercaran. Uno a cada lado, éstos levantaron al capitán mutilado y lo arrastraron hasta la puerta. El capitán se puso a roncar con más fuerza y su pierna ortopédica se desprendió sobre la alfombra. Los húngaros lo dejaron caer en el suelo y se afanaron vanamente en atornillársela de nuevo.

– Ay, qué torpes sois -dijo Popescu-, dejadme a mí.

En un minuto, como si en toda su vida no hubiera hecho otra cosa, Popescu le puso la pierna en su sitio y luego, envalentonado, le revisó de paso el brazo ortopédico.

– Procurad que no pierda nada en el camino -dijo.

– Descuide, jefe -dijo uno de los húngaros.

– ¿Lo llevamos al lugar de costumbre?

– No -dijo Popescu-, a éste mejor arrojadlo al Sena. ¡Y aseguraos de que no sale!

– Eso está hecho, jefe -dijo el húngaro que había hablado antes.

En ese momento el capitán mutilado abrió el ojo derecho y dijo con voz enronquecida:

– Los huesos, la cruz, los huesos.

El otro húngaro le cerró el párpado con suavidad.

– No os preocupéis -se rió Popescu-, está dormido.

Muchos años después, cuando su fortuna era más que considerable, Popescu se enamoró de una actriz centroamericana llamada Asunción Reyes, una mujer de una belleza extraordinaria, con la que se casó. La carrera de Asunción Reyes en el cine europeo (tanto en el francés como en el italiano y en el español) fue breve, pero las fiestas que dio y a las que asistió fueron, literalmente, innumerables. Un día Asunción Reyes le pidió que, ya que tenía tanto dinero, hiciera algo por su patria.

Al principio Popescu creyó que Asunción se refería a Rumanía pero luego se dio cuenta de que hablaba de Honduras. Así que aquel año, por navidades, viajó con su mujer a Tegucigalpa, una ciudad que a Popescu, admirador de lo bizarro y de los contrastes, le pareció dividida en tres grupos o clanes bien diferenciados:

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