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– No, soy del norte -dijo Archimboldi.

La viejita adolescente fingió un escalofrío.

– También he estado en Hannover -dijo-, ¿es usted de allí?

– Más o menos -dijo Archimboldi.

– Tienen una comida imposible -dijo la viejita adolescente.

Más tarde Archimboldi quiso saber qué hacían ellas y la viejita adolescente le dijo que había sido peluquera, en Rodez, hasta que se casó y entonces su marido y los niños no le permitieron seguir trabajando. La otra dijo que era costurera, pero que odiaba hablar de su trabajo. Qué mujeres más extrañas, pensó Archimboldi. Cuando se despidió de ellas se internó en el jardín, alejándose cada vez más de la casa, que seguía parcialmente iluminada como si aún se esperara la llegada de otro visitante.

Sin saber qué hacer, pero disfrutando de la noche y del olor del campo, llegó hasta la puerta de entrada, un portón de madera que no cerraba bien y que cualquiera hubiera podido franquear. A un lado descubrió un cartel que al llegar con el ensayista no había visto. El cartel decía, en letras oscuras y no demasiado grandes: Clínica Mercier. Casa de reposo-Centro neurológico.

Sin sorpresa comprendió de inmediato que el ensayista lo había llevado a un manicomio. Al cabo de un rato volvió a la casa y subió las escaleras hasta su habitación, donde recogió su maleta y su máquina de escribir. Antes de marcharse quiso ver al ensayista. Tras golpear y sin que nadie le contestara, entró en la habitación.

El ensayista dormía profundamente, con todas las luces apagadas, aunque por la ventana con las cortinas descorridas se filtraba la luz del porche delantero. La cama apenas estaba deshecha.

Parecía un cigarrillo cubierto por un pañuelo. Qué viejo está, pensó Archimboldi. Luego se marchó sin hacer ruido y al volver a cruzar el jardín le pareció ver a un tipo vestido de blanco que se desplazaba a toda carrera, ocultándose detrás de los troncos de los árboles, por un costado de la propiedad, en la linde del bosque.

Sólo cuando estuvo fuera de la clínica, en la carretera, aminoró el paso y trató de que su respiración se normalizara. La carretera, de tierra, discurría a través de bosques y colinas de suaves pendientes. De tanto en tanto una ráfaga de viento movía las ramas de los árboles y le alborotaba el pelo. El viento era cálido. En una ocasión atravesó un puente. Cuando llegó a las afueras del pueblo los perros se pusieron a ladrar. Junto a la plaza de la estación descubrió el taxi que lo había llevado a la clínica. El taxista no estaba, pero al pasar junto al coche Archimboldi vio un bulto en el asiento trasero que se movía y de vez en cuando gritaba. Las puertas de la estación estaban abiertas, pero las taquillas aún no abrían al público. Sentados en una banca vio a tres magrebíes que hablaban y bebían vino. Se saludaron con un movimiento de cabeza, y luego Archimboldi salió a las vías. Había dos trenes detenidos junto a unos almacenes.

Cuando volvió a entrar en la sala de espera uno de los magrebíes se había marchado. Se sentó en el extremo opuesto y esperó a que abrieran las taquillas. Luego compró un billete para cualquier lugar y se marchó del pueblo.

La vida sexual de Archimboldi se limitaba a su trato con las putas de las diversas ciudades donde vivía. Algunas putas no le cobraban. Le cobraban al principio, pero luego, cuando la figura de Archimboldi empezaba a formar parte del paisaje, dejaban de cobrarle, o no le cobraban siempre, lo que a menudo llevaba a equívocos que se resolvían de forma violenta.

Durante todos estos años la única persona con la que Archimboldi mantuvo una relación más o menos permanente fue la baronesa Von Zumpe. Generalmente el contacto era epistolar, aunque en ocasiones la baronesa aparecía por las ciudades o pueblos donde paraba Archimboldi y realizaban largas caminatas, cogidos del brazo como dos ex amantes que ya no tienen muchas confidencias que hacerse. Después Archimboldi acompañaba a la baronesa al hotel, el mejor de la ciudad o del pueblo donde estuvieran, y se despedían con un beso en la mejilla o, si el día había sido particularmente melancólico, con un abrazo. A la mañana siguiente la baronesa se marchaba a primera hora, mucho antes de que Archimboldi despertara y fuera al hotel a buscarla.

En las cartas las cosas eran diferentes. La baronesa hablaba de sexo, que practicó hasta muy avanzada edad, de amantes cada vez más patéticos o deleznables, de fiestas en las que solía reírse como cuando tenía dieciocho años, de nombres que Archimboldi no había oído nombrar nunca aunque según la baronesa eran las personalidades del momento en Alemania y Europa.

Por supuesto, Archimboldi no veía la tele, ni oía la radio ni leía la prensa. Se enteró de la caída del Muro gracias a una carta de la baronesa que estuvo aquella noche en Berlín. A veces, cediendo al sentimentalismo, la baronesa le pedía que volviera a Alemania. He vuelto, le respondía Archimboldi. Me gustaría que volvieras definitivamente, le contestaba la baronesa.

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