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Un día tuvieron que irse de su aldea. Según sus padres era eso lo único que podían hacer pues la guerra se acercaba. Lotte pensó que si la guerra se acercaba también se acercaba su hermano, que vivía en el interior de la guerra como un feto vive en el interior de una mujer gorda, y se escondió para que no se la llevaran pues estaba segura de que Hans aparecería por allí.

Durante varias horas la estuvieron buscando y al atardecer el cojo la encontró oculta en el bosque, le dio una bofetada y la arrastró consigo.

Mientras se alejaban hacia el oeste, bordeando el mar, se cruzaron con dos columnas de soldados a los que Lotte preguntó a gritos si conocían a su hermano. La primera columna estaba compuesta por gente de todas las edades, tipos mayores como su padre y chicos de quince años, algunos sólo con la mitad del uniforme, y ninguno parecía muy entusiasmado de ir hacia el lugar adonde iban, aunque todos contestaron educadamente a la pregunta de Lotte diciéndole que no conocían ni habían visto a su hermano.

La segunda columna estaba compuesta por fantasmas, cadáveres salidos recientemente de un camposanto, espectros vestidos con uniformes grises o verdigrises y cascos de acero, invisibles a los ojos de todos salvo a los de Lotte, que volvió a repetir su pregunta, a la que algunos espantajos se dignaron contestar diciéndole que sí, que lo habían visto en tierras soviéticas, huyendo como un cobarde, o que lo habían visto nadando en el Dniéper y luego muriendo ahogado, y que bien merecido se lo tenía, o que lo habían visto en la estepa calmuca, bebiendo agua como si se estuviera muriendo de sed, o que lo habían visto agazapado en un bosque de Hungría, pensando en cómo pegarse un tiro con su propio fusil, o que lo habían visto en las afueras de un cementerio, el muy cabrón, sin atreverse a entrar, dando vueltas y vueltas hasta que caía la noche y el cementerio se vaciaba de deudos y sólo entonces, el muy mariquita, dejaba de caminar en círculos y se asomaba a los muros, clavando sus botas claveteadas en los ladrillos rojos y desconchados y asomando su nariz y sus ojos azules al otro lado, el lado de los muertos, donde yacían los Grote y los Kruse, los Neitzke y los Kunze, los Barz y los Wilke, los Lemke y los Noack, el lado en donde estaba el discreto Ladenthin y el valiente Voss, y luego, envalentonado, trepaba al muro y se quedaba un rato allí, con sus largas piernas colgando, y luego les sacaba la lengua a los muertos, y luego se quitaba el casco y se apretaba con las dos manos las sienes, y luego cerraba los ojos y chillaba, eso le decían los espectros a Lotte, mientras se reían y marchaban detrás de la columna de los vivos.

Después los padres de Lotte se instalaron en Lübeck, junto con otros muchos de su aldea, pero el cojo dijo que los rusos iban a llegar hasta allí y cogió a su familia y siguió caminando hacia el oeste, y entonces Lotte olvidó el paso del tiempo, los días parecían noches y las noches días, y a veces los días y las noches no se parecían a nada, todo era un contínuum de luminosidad cegadora y de fogonazos.

Una noche Lotte vio a unas sombras escuchando la radio.

Una de las sombras era su padre. Otra sombra era su madre.

Otras sombras tenían ojos y narices y bocas que ella no conocía.

Bocas como zanahorias, con los labios pelados, y narices como patatas mojadas. Todos se cubrían la cabeza y las orejas con pañuelos y mantas y en la radio la voz de un hombre decía que Hitler ya no existía, es decir que había muerto. Pero no existir y morir eran cosas distintas, pensó Lotte. Hasta entonces su primera menstruación se había retrasado. Aquel día, sin embargo, por la mañana, había comenzado a sangrar y no se sentía bien. La tuerta le había dicho que era normal, que eso les pasaba tarde o temprano a todas las mujeres. Mi hermano el gigante no existe, pensó Lotte, pero eso no significa que esté muerto. Las sombras no se dieron cuenta de su presencia. Algunos suspiraron. Otros se pusieron a llorar.

– Mi führer, mi führer -clamaban sin alzar la voz, como mujeres que aún no hubieran tenido la menstruación.

Su padre no lloraba. Su madre sí lloraba y las lágrimas le salían únicamente por el ojo bueno.

– Ya no existe -dijeron las sombras-, ya está muerto.

– Ha muerto como un soldado -dijo una de las sombras.

– Ya no existe.

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