Después marcharon a Paderborn, donde vivía un hermano de la tuerta, pero cuando llegaron la casa estaba ocupada por refugiados y ellos se instalaron allí. Del hermano de la tuerta ni rastro. Un vecino les dijo que, o mucho se equivocaba, o a ése no lo iban a volver a ver nunca más. Durante un tiempo vivieron de la caridad, de lo que los ingleses les regalaban. Después el cojo enfermó y murió. Su último deseo fue que lo enterraran en su aldea con honores militares y la tuerta y Lotte le dijeron que eso harían, sí, sí, eso haremos, aunque sus restos fueron arrojados a la fosa común del cementerio de Paderborn. No había tiempo para delicadezas, aunque Lotte sospechaba que
Los refugiados se marcharon y la tuerta se quedó con la casa de su hermano. Lotte encontró trabajo. Más tarde estudió.
No mucho. Volvió al trabajo. Lo dejó. Estudió un poco más.
Encontró otro trabajo, bastante mejor. Dejó los estudios para siempre. La tuerta encontró un novio, un viejo que había sido funcionario en la época del Kaiser y durante los años del nazismo y que volvía a serlo en la Alemania de posguerra.
– Un funcionario alemán -decía el viejo- es algo que no se encuentra fácilmente, ni siquiera en Alemania.
A eso se reducía todo su ingenio, toda su inteligencia, toda su agudeza de pensamiento. Ciertamente, para él era suficiente.
Para entonces la tuerta ya no quería volver a la aldea, que había quedado en la zona soviética. Ni quería volver a ver el mar. Ni mostraba un interés excesivo por conocer el destino de su hijo perdido en la guerra. Estará enterrado en Rusia, decía con gesto resignado y duro. Lotte empezó a salir de casa.
Primero salió con un soldado inglés. Luego, cuando el soldado fue destinado a otro lugar, salió con un chico de Paderborn, un chico cuya familia, de clase media, no veía con buenos ojos sus escarceos con aquella chica rubia y descocada, pues Lotte, en esos años, sabía bailar todos los bailes de moda del mundo.
A ella le importaba ser feliz y también le importaba el muchacho, no su familia, y siguieron juntos hasta que él se marchó a estudiar a la universidad y a partir de entonces la relación se acabó.
Una noche apareció su hermano. Lotte estaba en la cocina, planchando un vestido, y sintió sus pisadas. Es Hans, pensó.
Cuando llamaron a la puerta corrió a abrir. Él no la reconoció, pues ya era una mujer, según le dijo más tarde, pero ella no tuvo necesidad de preguntarle nada y se abrazó a él durante mucho rato. Esa noche hablaron hasta que amaneció y Lotte no sólo tuvo tiempo de planchar su vestido sino toda la ropa limpia. Al cabo de unas horas Archimboldi se quedó dormido, con la cabeza apoyada sobre la mesa, y sólo se despertó cuando su madre le tocó un hombro.
Dos días después se marchó y todo volvió a la normalidad.
Por entonces la tuerta ya no tenía de novio al funcionario sino a un mecánico, un tipo jovial y con negocio propio, al que le iba muy bien reparando los vehículos de las tropas de ocupación y los camiones de los campesinos y de los industriales de Paderborn. Tal como él decía, hubiera podido encontrar una mujer más joven y más guapa, pero prefería una mujer honrada y trabajadora, que no le chupara la sangre como un vampiro.
El taller del mecánico era grande y a petición de la tuerta encontró allí un trabajo para Lotte, pero ésta no lo aceptó. Poco antes de que su madre se casara con el mecánico conoció en el taller a un empleado, un tal Werner Haas, y como ambos se gustaban y jamás discutían entre sí empezaron a salir juntos, primero al cine, luego a las salas de baile.
Una noche Lotte soñó que aparecía su hermano al otro lado de la ventana de su cuarto y le preguntaba por qué se iba a casar mamá. No lo sé, le contestaba Lotte desde la cama. Tú no te cases nunca, le decía su hermano. Lotte movía la cabeza afirmativamente y luego la cabeza de su hermano desaparecía y sólo quedaba la ventana empañada y un eco de pisadas de gigante.
Pero cuando Archimboldi fue a Paderborn, después del matrimonio de su madre, Lotte le presentó a Werner Haas y ambos parecieron simpatizar.
Cuando su madre se casó las dos se fueron a vivir a casa del mecánico. Según opinaba éste, Archimboldi seguramente era un maleante que vivía del timo o del robo o del contrabando.
– Huelo a los contrabandistas a cien metros de distancia -decía el mecánico.
La tuerta no decía nada. Lotte y Werner Haas hablaron de ello. El contrabandista, según Werner, era el mecánico, que pasaba piezas de recambio por la frontera y que muchas veces decía que un automóvil estaba reparado cuando en realidad no lo estaba. Werner, pensaba Lotte, era una buena persona y siempre tenía una palabra amable para cualquiera. Por aquellos días a Lotte se le ocurrió pensar que tanto Werner como ella y todos los jóvenes nacidos alrededor del año 30 o 31 estaban condenados a no ser felices nunca.