Cuando la baronesa cumplió ochenta años, en los círculos literarios de Hamburgo esta pregunta se la hacían completamente en serio. ¿Quién se haría cargo de la editorial de Bubis a la muerte de ella? ¿Quién sería nombrado oficialmente su heredero?
¿Había hecho testamento la baronesa? ¿A quién legaba la fortuna de Bubis? Parientes no había. La última Von Zumpe era la baronesa. Por parte de Bubis, sin contar a su primera mujer que había muerto en Inglaterra, el resto de su familia había desaparecido en los campos de exterminio. Ninguno de los dos había tenido hijos. No había hermanos ni primos (salvo Hugo Halder que a esas alturas probablemente ya estaba muerto).
No había sobrinos (a menos que Hugo Halder hubiera tenido un hijo). Se decía que la baronesa pensaba legar su fortuna, salvo la editorial, a obras benéficas y que algunos pintorescos representantes de ONG visitaban su despacho como quien visita el Vaticano o el Banco Alemán. Para herederos de la editorial no faltaban candidatos. Del que más se hablaba era de un joven de veinticinco años, de rostro parecido a Tadzio y cuerpo de nadador, poeta y profesor ayudante en Göttingen, a quien la baronesa había puesto al frente de la colección de poesía de la editorial. Pero todo, finalmente, se quedaba en el plano fantasmal de los rumores.
– Yo no me moriré nunca -le dijo en una ocasión la baronesa a Archimboldi-. O me moriré a los noventaicinco años, que es lo mismo que no morirse nunca.
La última vez que se vieron fue en una espectral ciudad italiana.
La baronesa Von Zumpe llevaba un sombrero blanco y usaba bastón. Hablaba del Premio Nobel y también hablaba pestes de los escritores desaparecidos, una costumbre o hábito o broma que juzgaba más americana que europea. Archimboldi llevaba una camisa de manga corta y la escuchaba con atención, porque se estaba quedando sordo, y se reía.
Y llegamos, finalmente, a la hermana de Archimboldi, Lotte Reiter.
Lotte nació en 1930 y era rubia y tenía los ojos azules, como su hermano, pero no creció tanto como él. Cuando Archimboldi se fue a la guerra Lotte tenía nueve años y lo que más deseaba era que le dieran permiso y volviera a casa con el pecho lleno de medallas. A veces lo oía en sueños. Los pasos de un gigante. Pies grandes calzados con las botas más grandes de la Wehrmacht, tan grandes que se las habían tenido que hacer especialmente para él, hollando el campo, sin fijarse en las charcas ni en las ortigas, en línea recta hacia la casa en donde sus padres y ella dormían.
Cuando despertaba experimentaba una tristeza tan grande que tenía que esforzarse para no llorar. Otras veces soñaba que ella también iba a la guerra, sólo para encontrar el cuerpo de su hermano acribillado en el campo de batalla. En ocasiones, les contaba estos sueños a sus padres.
– Sólo son sueños -decía la tuerta-, no sueñes esos sueños, gatita mía.
El cojo, por el contrario, le preguntaba por ciertos detalles, como por ejemplo el rostro de los soldados muertos, ¿cómo eran?, ¿cómo estaban?, ¿como si durmieran?, a lo que Lotte respondía que sí, exactamente como si durmieran, y entonces su padre movía la cabeza negativamente y decía: entonces no estaban muertos, pequeña Lotte, los rostros de los soldados muertos, cómo explicártelo, siempre están sucios, como si hubieran trabajado duramente todo el día y al acabar la jornada no hubieran tenido tiempo de lavarse la cara.
En el sueño, sin embargo, su hermano siempre tenía la cara perfectamente limpia y una expresión triste pero decidida, como si pese a estar muerto aún fuera capaz de hacer muchas cosas. En el fondo, Lotte creía que su hermano era capaz de hacer
¿Pero qué cosas iban a cambiar? No lo sabía.
La guerra, por otra parte, no terminaba nunca y las visitas de su hermano se espaciaron hasta hacerse inexistentes. Una noche su madre y su padre se pusieron a hablar de él, sin saber que ella, en la cama, tapada hasta la nariz con una manta parduzca, estaba despierta y los escuchaba, y hablaban de él como si ya hubiera muerto. Pero Lotte sabía que su hermano no había muerto, pues los gigantes no mueren nunca, pensaba, o mueren sólo cuando ya están muy viejos, tan viejos que ni siquiera uno se da cuenta de que han muerto, simplemente se sientan a la puerta de sus casas o bajo un árbol y se ponen a dormir y entonces están muertos.