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Que te quedaras más tiempo. Ahora eres famoso. Una rueda de prensa no estaría mal. Tal vez un poco excesivo para ti. Pero al menos una entrevista en exclusiva con algún periodista cultural de prestigio. Sólo en mis peores pesadillas, le escribía Archimboldi.

A veces hablaban de los santos, pues la baronesa, como algunas mujeres de vida sexual intensa, tenía una veta mística, aunque esta veta, bastante inocente, se resolvía estéticamente o a través de una pulsión de coleccionista de retablos y tallas medievales.

Hablaban de Eduardo el Confesor, muerto en 1066, que da como limosna su anillo regio al mismísimo San Juan Evangelista, el cual, naturalmente, se lo devuelve al cabo de los años a través de un peregrino que viene de Tierra Santa. Hablaban de Pelagia o Pelaya, actriz de teatro de Antioquía, la cual, en su aprendizaje de Cristo, se cambia de nombre varias veces y se hace pasar por hombre y adopta incontables personalidades, como si en un rapto de lucidez o locura hubiera decidido que su teatro era todo el Mediterráneo y su única y laberíntica obra el cristianismo.

Con los años, la letra de la baronesa, que siempre escribía a mano, se hizo cada vez más vacilante. A veces llegaban cartas suyas incomprensibles. Archimboldi sólo podía descifrar algunas palabras. Premios, honores, distinciones, candidaturas.

¿Premios de quién, de él, de la baronesa? Seguramente de él, pues a su manera la baronesa era de una modestia extrema.

También podía descifrar: trabajo, ediciones, la luz de la editorial, que era la luz de Hamburgo, cuando ya todos se han ido y sólo quedaba ella y su secretaria, que la ayudaba a bajar por las escaleras hasta la calle en donde la esperaba un coche parecido a un coche fúnebre. Pero la baronesa siempre se reponía y después de esas cartas agónicas le llegaban postales desde Jamaica o desde Indonesia, en donde la baronesa, con una letra más firme, le preguntaba si alguna vez había estado en América o en Asia, a sabiendas de que Archimboldi jamás se había movido del Mediterráneo.

En ocasiones, las cartas se espaciaban. Si Archimboldi, como hacía a menudo, se cambiaba de domicilio, le enviaba una carta con el nuevo remitente. A veces, por las noches, se despertaba de pronto pensando en la muerte, pero en sus cartas evitaba mencionarla. La baronesa, por el contrario, y tal vez porque tenía más años que él, hablaba de la muerte a menudo, de los muertos que había conocido, de los muertos que había amado y que ya sólo eran un montón de huesos o ceniza, de los niños muertos que no había conocido y que hubiera deseado tanto conocer y acunar y criar. En momentos así uno podía tener la impresión de que se estaba volviendo loca, pero Archimboldi sabía que ella siempre mantenía el equilibrio y que era honesta y sincera. En efecto, rara vez la baronesa dijo alguna mentira. Todo estaba claro desde la época en que ella acudía a la casa solariega de su familia, levantando una nube de polvo por el camino de tierra, en compañía de sus amigos, la juventud dorada berlinesa, ignorante y soberbia, a la que Archimboldi veía desde lejos, desde una de las ventanas de la casa, cuando descendían de sus coches riendo.

En alguna ocasión, recordando aquellos días, le preguntó si alguna vez había sabido algo de su primo Hugo Halder. La baronesa le contestó que no, que después de la guerra nunca más se supo nada de Hugo Halder, y durante un tiempo, tal vez sólo unas horas, Archimboldi fantaseó con la idea de que él era, en realidad, Hugo Halder. En otra ocasión, hablando de sus libros, la baronesa le confesó que nunca se molestó en leer ninguno de ellos, pues rara vez leía novelas «difíciles» u «oscuras», como las que él escribía. Con los años, además, esta costumbre se había acentuado y después de cumplir los setenta años el ámbito de sus lecturas se restringió a las revistas de moda o actualidad.

Cuando Archimboldi quiso saber por qué seguía publicándolo si no lo leía, pregunta más bien retórica cuya respuesta conocía, la baronesa le contestó que a) porque sabía que era bueno, b) porque Bubis así se lo había indicado, c) porque pocos editores leían a los autores que publicaban.

Llegados a este punto hay que decir que muy pocos creyeron que, a la muerte de Bubis, la baronesa fuera a seguir al frente de la editorial. Esperaban que vendiera el negocio y se dedicara a sus amantes y a sus viajes, que eran sus aficiones más conocidas. Sin embargo la baronesa tomó las riendas de la editorial y la calidad de ésta no decayó un ápice, pues se supo rodear de buenos lectores y en el aspecto puramente empresarial mostró un temple que nadie, hasta entonces, había visto en ella. En una palabra: el negocio de Bubis siguió creciendo.

A veces, medio en broma medio en serio, la baronesa le decía a Archimboldi que si él fuera más joven lo nombraría su heredero.

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