los indios y los enfermos, que constituían la mayoría de la población, y los así llamados blancos, en realidad mestizos, que era la minoría que ostentaba el poder.
Todos gente simpática y degenerada, afectados por el calor y por la dieta alimenticia o por la falta de dieta alimenticia, gente abocada a la pesadilla.
Posibilidades de negocio había, de eso se dio cuenta en el acto, pero la naturaleza de los hondureños, incluso de los educados en Harvard, tendía al robo, a ser posible el robo con violencia, por lo que trató de olvidar su idea inicial. Pero Asunción Reyes insistió tanto que en el segundo viaje navideño que realizó se puso en contacto con las autoridades eclesiásticas del país, las únicas en las que confiaba. Una vez hecho el contacto y después de hablar con varios obispos y con el arzobispo de Tegucigalpa, Popescu estuvo meditando en qué ramo de la economía invertir el capital. Allí lo único que funcionaba y daba ganancias ya estaba en manos de los norteamericanos. Una tarde, sin embargo, durante una velada con el presidente y con la mujer del presidente, Asunción Reyes tuvo una idea genial. Se le ocurrió, sencillamente, que sería bonito que Tegucigalpa tuviera un metro como el de París. Popescu, que no se arredraba ante nada y que era capaz de ver los beneficios en la idea más peregrina, miró al presidente de Honduras a los ojos y le dijo que él podía construirlo. Todo el mundo se entusiasmó con el proyecto. Popescu se puso manos a la obra y ganó dinero. También ganó dinero el presidente y algunos ministros y secretarios.
Económicamente tampoco quedó mal parada la Iglesia.
Hubo inauguraciones de fábricas de cemento y contratos con empresas francesas y norteamericanas. Hubo algunos muertos y varios desaparecidos. Los prolegómenos duraron más de quince años. Con Asunción Reyes Popescu encontró la felicidad, pero luego la perdió y se divorciaron. Olvidó el metro de Tegucigalpa.
La muerte lo sorprendió en un hospital de París, durmiendo sobre un lecho de rosas.
Archimboldi casi no tuvo relación con escritores alemanes, entre otras razones porque los hoteles donde se alojaban los escritores alemanes cuando salían al extranjero no eran los hoteles que él frecuentaba. Conoció, eso sí, a un prestigioso escritor francés, un escritor más viejo que él, cuyos ensayos literarios le habían granjeado fama y reconocimiento, que le habló de una casa en donde se refugiaban todos los escritores desaparecidos de Europa. Este escritor francés también era un escritor que había desaparecido, así que sabía de lo que hablaba, por lo que Archimboldi aceptó visitar la casa.
Llegaron de noche, en un destartalado taxi conducido por un taxista que hablaba solo. El taxista se repetía, decía barbaridades, volvía a repetirse, se enfadaba consigo mismo, hasta que Archimboldi perdió la paciencia y le dijo que se concentrara en conducir y se callara. El viejo ensayista, a quien parecía no molestarle el monólogo del taxista, le lanzó a Archimboldi una mirada de ligero reproche, como si éste hubiera ofendido al taxista, el único, por otra parte, que había en el pueblo.
La casa donde vivían los escritores desaparecidos estaba rodeada por un inmenso jardín lleno de árboles y flores, con una piscina flanqueada por mesas de hierro pintadas de blanco y parasoles y tumbonas. En la parte de atrás, a la sombra de unos robles centenarios, había un espacio para jugar a la petanca, y más allá empezaba el bosque. Cuando llegaron, los escritores desaparecidos estaban en el comedor, cenando y mirando la tele, que a esa hora transmitía las noticias. Eran muchos y casi todos eran franceses, algo que sorprendió a Archimboldi, que nunca hubiera imaginado que existieran tantos escritores desaparecidos en Francia. Pero lo que más le llamó la atención fue el número de mujeres. Había muchas, todas de edad avanzada, algunas vestidas con esmero, incluso con elegancia, y otras en evidente estado de abandono, seguramente poetas, pensó Archimboldi, vestidas con batas sucias y pantuflas, calcetines hasta la rodilla, sin maquillar, el pelo cano embutido a veces en gorros de lana que seguramente ellas mismas tejían.
Las mesas eran servidas, al menos teóricamente, por dos criadas vestidas de blanco, aunque en realidad el comedor funcionaba como buffet libre y cada escritor, llevando consigo su bandeja, se servía lo que le apetecía. ¿Qué le parece nuestra pequeña comunidad?, le preguntó el ensayista riéndose por lo bajo pues en ese momento, en el fondo del comedor, uno de los escritores había caído desmayado o fulminado por un ataque de algo y las dos criadas se esforzaban en reanimarlo. Archimboldi respondió que aún era pronto para formarse una idea. Luego buscaron una mesa vacía y llenaron sus platos con algo que parecía puré de patatas y espinaca, que acompañaron con un huevo duro y un bistec de ternera a la plancha. Para beber se sirvieron un vasito de vino de la región, un vino espeso y que sabía a tierra.