Junto a ésta, en un sillón, vio a un guardafrontera con la chaqueta desabrochada y los ojos cerrados, como si estuviera durmiendo, aunque no estaba durmiendo sino muerto. En una habitación del primer piso, acostado en una litera, encontró a otro, un tipo con el pelo blanco y vestido con una camiseta blanca y calzoncillos largos del mismo color.
En el segundo piso, en la habitación donde se consumía la vela cuya luz vieron desde el camino, no había nadie. Sólo era una habitación, con una cama, una mesa, una silla y con una pequeña estantería en la que se alineaban varios libros, la mayoría de aventuras del oeste. Con algo de prisa pero midiendo sus pasos, Archimboldi buscó una escoba y un periódico y luego barrió los cristales que previamente había roto, los puso sobre el periódico y acto seguido los dejó caer por el hueco de la ventana hacia afuera, como si alguno de los dos muertos -desde el interior de la cabaña y no desde afuera- hubiera sido el causante del estropicio. Después salió sin tocar nada y abrazó a Ingeborg y así, abrazados, volvieron a la aldea mientras todo el pasado del universo caía sobre sus cabezas.
Al día siguiente Ingeborg no pudo levantarse de la cama.
Tenía cuarenta grados de fiebre y por la tarde se puso a delirar.
A mediodía, mientras ella dormía, Archimboldi vio desde la ventana de su cuarto pasar una ambulancia en dirección al puesto fronterizo. Poco después pasó un coche de la policía y unas tres horas después la ambulancia bajó en dirección a Kempten con su cargamento de cadáveres, pero el coche no volvió hasta las seis, cuando ya era de noche, y al entrar en la aldea se detuvo y los policías hablaron con algunos de los habitantes.
A ellos, posiblemente gracias a la intercesión de Leube, no los molestaron. Por la tarde Ingeborg empezó a delirar y esa misma noche se la llevaron al hospital de Kempten. Leube no los acompañó pero a la mañana siguiente, mientras fumaba en el pasillo junto a la puerta de entrada del hospital, Archimboldi lo vio aparecer, vestido con una chaqueta de paño muy vieja y usada aunque no carente de cierto empaque, con corbata y unos botines rústicos que parecían hechos a mano.
Hablaron durante algunos minutos. Leube le dijo que nadie en la aldea sabía lo de la fuga nocturna de Ingeborg y que era mejor que Archimboldi, si alguien se lo preguntaba, no dijera nada. Luego preguntó si el trato que recibía la paciente (lo dijo así: la paciente) era bueno, aunque por el tono con que hizo la pregunta daba por sentado que no podía ser de otra manera, por la comida del hospital, por las medicinas que le administraban, y luego abruptamente se marchó. Antes de irse, sin decir una palabra, dejó entre las manos de Archimboldi un paquete envuelto en papel barato, que contenía un buen trozo de queso, pan, y dos clases de embutido, del mismo tipo que comían cada noche en su casa.
Archimboldi no tenía hambre y cuando vio el queso y los embutidos sintió un irresistible deseo de vomitar. Pero no quiso tirar la comida y terminó guardándola en el cajón del velador de Ingeborg. Por la noche ésta volvió a delirar y no reconoció a Archimboldi. Al amanecer vomitó sangre y cuando se la llevaron a hacerle unas radiografías le gritó que no la dejara sola, que no permitiera que muriera en un hospital miserable como aquél. No lo haré, le prometió Archimboldi en el pasillo, mientras las enfermeras se alejaban con la camilla donde se debatía Ingeborg. Tres días después la fiebre empezó a remitir, aunque los cambios de humor de Ingeborg se hicieron más pronunciados.
Casi no le hablaba a Archimboldi y cuando lo hacía era para exigirle que la sacara de allí. En la misma habitación había otras dos enfermas del pulmón que pronto se hicieron enemigas irreconciliables de Ingeborg. Según ésta, la envidiaban por ser berlinesa. Al cabo de cuatro días las enfermeras estaban hartas de Ingeborg y algún médico la miraba como si, sentada muy quieta en su cama, con el pelo lacio cayéndole por debajo de los hombros, se hubiera convertido en una encarnación de la Némesis. Un día antes de que le dieran el alta, Leube apareció otra vez por el hospital.
Entró en la habitación, le hizo un par de preguntas a Ingeborg y luego le entregó un paquetito idéntico al que días antes le había dado a Archimboldi. El resto del tiempo permaneció callado, sentado muy tieso en una silla y echando de tanto en tanto miradas curiosas a las otras enfermas y a las visitas que éstas recibían. Al marcharse le dijo a Archimboldi que quería hablar con él a solas, pero Archimboldi no tenía ganas de hablar con Leube, así que en lugar de dirigirse al restaurante del hospital se quedó con él en el pasillo, ante el azoro de Leube, que esperaba poder charlar en un sitio más privado.