– Aquí hay muchos barrancos, señora -dijo Leube-, está el barranco de la Oveja Perdida y el barranco de las Flores, el barranco de la Sombra (que se llama así porque siempre está envuelto en sombras) y el barranco de los Niños de Kreuze, está el barranco del Diablo y el barranco de la Virgen, el barranco de San Bernardo y el barranco de las Lajas, desde aquí hasta el puesto fronterizo hay más de cien barrancos.
– No lo sé -dijo Ingeborg-, en cualquiera de ellos.
– No, en cualquiera no, tiene que ser en uno, uno en concreto, porque si yo maté a mi mujer arrojándola a cualquier barranco es lo mismo que si no la hubiera matado. Tiene que ser uno, no cualquiera -repitió Leube-. Sobre todo -dijo después de otro largo silencio-, porque hay barrancos que se convierten en cauces de río durante el deshielo de primavera y arrastran hacia el valle todo cuanto uno ha tirado allí o se ha caído o todo cuanto uno ha intentado ocultar. Perros despeñados, terneros perdidos, trozos de madera -dijo Leube con la voz casi apagada-. ¿Y qué más dicen mis vecinos? -preguntó Leube al cabo de un rato.
– Nada más -dijo Ingeborg mirándole a los ojos.
– Mienten -dijo Leube-, callan y mienten, podrían decir muchas cosas más, pero callan y mienten. Son como los animales, ¿no le parece?
– No, a mí no me ha dado esa impresión -dijo Ingeborg, que en realidad apenas había conversado con unos pocos aldeanos, todos demasiado ocupados en sus trabajos como para perder el tiempo con una extraña.
– Pero, sin embargo -dijo Leube-, sí que han tenido tiempo para informarle acerca de mi vida.
– Muy superficialmente -dijo Ingeborg, y luego soltó una sonora y amarga carcajada que la hizo toser una vez más.
Mientras la oía toser Leube cerró los ojos.
Cuando retiró el pañuelo de su boca la mancha de sangre era como una enorme rosa con los pétalos totalmente abiertos.
Esa noche, después de hacer el amor, Ingeborg salió de la aldea y tomó el camino de la montaña. La nieve parecía refractar la luz de la luna llena. No había viento y el frío era soportable, aunque Ingeborg llevaba su jersey más grueso y una chaqueta y botas y un gorro de lana. A la primera curva la aldea desapareció de la vista y sólo quedó una hilera de pinos y las montañas que se duplicaban en la noche, todas blancas, como monjas que nada esperan del mundo.
Diez minutos después Archimboldi se despertó con un sobresalto y se dio cuenta de que Ingeborg no estaba en la cama.
Se vistió, la buscó en el baño, en la cocina y en la sala y luego fue a despertar a Leube. Éste dormía como un tronco y Archimboldi lo tuvo que remecer varias veces, hasta que el campesino abrió un ojo y lo miró muerto de miedo.
– Soy yo -dijo Archimboldi-, mi mujer ha desaparecido.
– Salga a buscarla -dijo Leube.
El tirón que le dio casi rompió el camisón del campesino.
– No sé por dónde empezar -dijo Archimboldi.
Después volvió a subir a su habitación, se puso las botas y la chaqueta y cuando bajó encontró a Leube despeinado pero vestido para salir. Al llegar al centro de la aldea Leube le dio una linterna y le dijo que era mejor que se separaran. Archimboldi tomó el camino de la montaña y Leube empezó a descender hacia el valle.
Al llegar al recodo del camino Archimboldi creyó oír un grito. Se detuvo. El grito volvió a repetirse, parecía proceder del fondo de las quebradas, pero Archimboldi comprendió que era Leube, que mientras caminaba hacia el valle se había puesto a gritar el nombre de Ingeborg. No la volveré a ver nunca más, pensó Archimboldi temblando de frío. Con las prisas se había olvidado de ponerse guantes y bufanda y a medida que ascendía rumbo al puesto fronterizo las manos y la cara se le helaron tanto que ya no las sentía, por lo que de vez cuando se detenía y se echaba el aliento en las manos o se las frotaba, y se pellizcaba la cara sin ningún resultado.
Los gritos de Leube se fueron espaciando cada vez más hasta desaparecer del todo. Por momentos se confundía y creía ver a Ingeborg sentada a la orilla del camino, mirando los precipicios que se abrían a los lados, pero cuando se acercaba descubría que sólo se trataba de una roca o de un pequeño pino derribado por la ventisca. A medio camino la linterna se le estropeó y la guardó en uno de los bolsillos de la chaqueta, aunque de buena gana la hubiera arrojado sobre las laderas nevadas.
Por otra parte la luna iluminaba el camino de forma tal que hacía innecesario el uso de la linterna. Por su cabeza pasó la idea del suicidio y del accidente. Se salió del camino y comprobó la solidez de la nieve. En algunas partes se hundió hasta las rodillas. En otras, las más cercanas a los desfiladeros, se hundió hasta la cintura. Imaginó a Ingeborg caminando sin fijarse en nada. La vio acercarse a uno de los barrancos. Dar un traspié. Caer. Hizo lo mismo. La luz lunar, sin embargo, sólo iluminaba el camino: el fondo de las quebradas seguía siendo negro, de un negro informe, en donde se podían adivinar volúmenes y siluetas indiscernibles.