Y cuando ella y su padre llegaron a la galería, atraída ella por el ruido y su padre por el deseo de complacer su curiosidad o tal vez por el deseo de sorprenderla, la mesa principal, la mesa soberana (aunque no era una mesa soberana, que eso quede claro, puntualizó Ingeborg) estaba vacía y en la galería sólo estaban las secretarias tecleando a buena velocidad y esos adolescentes de pantalones cortos y calcetines hasta la rodilla trotando por los pasillos entre fila y fila, y también un gran cuadro que colgaba del alto techo, en el otro extremo, a espaldas de las secretarias, y que representaba a Hitler contemplando un paisaje bucólico, un Hitler que tenía algo de futurista, el mentón, la oreja, el mechón de pelo, pero que por encima de todo era un Hitler prerrafaelita, y las luces que colgaban del techo y que, según su padre, permanecían las veinticuatro horas encendidas, y los cristales sucios de los tragaluces que recorrían la galería de una punta a la otra y cuya luz no sólo no servía para escribir a máquina sino que tampoco servía para otras cosas, en realidad no servía para
En ese instante, le dijo Ingeborg a Archimboldi, comprendí que la música podía estar en cualquier cosa. El teclear de la señora Dorothea era tan rápido, tan particular, había tanto de la señora Dorothea en su mecanografía, que pese al ruido o al sonido o a las notas acompasadas de más de sesenta mecanógrafas trabajando a la vez, la música que salía de la máquina de la secretaria más vieja se elevaba muy por encima de la composición colectiva de sus colegas, sin imponerse a éstas, sino acoplándose, ordenándolas, jugando con ellas. A veces parecía llegar hasta los tragaluces, otras veces zigzagueaba a ras del suelo, acariciando los tobillos de los muchachos de pantalón corto y de los visitantes. En ocasiones incluso se daba el lujo de aminorar la marcha y entonces la máquina de escribir de la señora Dorothea parecía un corazón, un enorme corazón latiendo en medio de la niebla y del caos. Pero estos momentos no abundaban.
A la señora Dorothea le gustaba la velocidad y su tecleo usualmente iba por delante de todos los demás tecleos, como si abriera camino en medio de una selva muy oscura, dijo Ingeborg, muy oscura, muy oscura…
Antes de llevarla a imprenta, sin embargo, se la pasó a la baronesa y le pidió que le diera su más sincera opinión. Dos días después la baronesa le dijo que se había quedado dormida y que no había podido pasar de la página cuatro, lo que no arredró al señor Bubis, que por lo demás no confiaba demasiado en los juicios literarios de su bella mujer. Poco después de enviarle el contrato por
Durante una hora, mientras comía solo en un restaurante con vistas al estuario, estuvo pensando en cómo contestar a la carta de Archimboldi. Su primera reacción al leerla fue de indignación.