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A los críticos, sin embargo, les gustó el mercado y aunque no pensaban comprar nada al final Pelletier adquirió por un precio irrisorio una figurilla de barro de un hombre sentado en una piedra leyendo el periódico. El hombre era rubio y en la frente le despuntaban dos pequeños cuernos de diablo. Espinoza, por su parte, le compró una alfombra india a una muchacha que tenía un puesto de alfombras y sarapes. La alfombra, en realidad, no le gustaba mucho, pero la chica era simpática y se pasó un buen rato hablando con ella. Le preguntó de dónde era, pues tenía la impresión de que había viajado con sus alfombras desde un lugar muy lejano, pero la chica le respondió que de la mera Santa Teresa, de un barrio al oeste de donde estaba el mercado. También le dijo que estaba estudiando la preparatoria y que si las cosas le iban bien pensaba estudiar después para enfermera. A Espinoza le pareció una chica no sólo guapa, tal vez demasiado menuda para su gusto, sino también inteligente.

En el hotel los esperaba Amalfitano. Lo invitaron a comer y después salieron los cuatro a visitar los periódicos que había en Santa Teresa. Allí repasaron todos los ejemplares de un mes antes de que Almendro viera a Archimboldi en el DF, hasta los ejemplares del día anterior. No encontraron ni una sola señal que les indicara que Archimboldi había pasado por la ciudad.

Buscaron primero en las notas necrológicas. Luego se internaron en Sociedad y Política e incluso leyeron las notas de Agricultura y Ganadería. Uno de los periódicos no tenía suplemento cultural. Otro dedicaba una página a la semana a reseñar un libro y a informar de las actividades artísticas de Santa Teresa, aunque más le hubiera valido dedicar la página a Deportes.

A las seis de la tarde se separaron del profesor chileno en las puertas de uno de los periódicos y volvieron al hotel. Se ducharon y luego cada uno se dedicó a revisar su correspondencia. Pelletier y Espinoza le escribieron a Morini contándole los magros resultados obtenidos. En ambas cartas anunciaban que, si nada cambiaba, pronto, a lo sumo en un par de días, regresarían a Europa. Norton no le escribió a Morini. No había contestado a su carta anterior y no tenía ganas de enfrentarse a ese Morini inmóvil que contemplaba la lluvia, como si quisiera decirle algo y en el último segundo prefiriera no hacerlo. En lugar de eso, y sin decirles nada a sus dos amigos, llamó por teléfono a Almendro, al DF, y tras algunos intentos infructuosos (la secretaria del Cerdo y luego su empleada doméstica no sabían inglés, aunque las dos se esforzaban) pudo comunicarse con él.

Con una paciencia envidiable el Cerdo volvió a referirle, en un inglés pulido en Stanford, todo lo que había pasado desde que lo llamaron de aquel hotel en donde Archimboldi estaba siendo interrogado por tres policías. Volvió a narrar, sin caer en contradicciones, su primer encuentro con él, el rato que pasaron en la plaza Garibaldi, la vuelta al hotel en donde Archimboldi cogió su maleta y el viaje hasta el aeropuerto, un viaje más bien silencioso, en donde Archimboldi tomó el avión rumbo a Hermosillo y ya nunca más lo volvió a ver. A partir de este momento, Norton se limitó a preguntarle por el físico de Archimboldi.

Alto, más de un metro noventa, pelo canoso, abundante aunque calvo en la parte de la nuca, delgado, seguramente fuerte.

– Un superviejo -dijo Norton.

– No, yo no diría eso -dijo el Cerdo-. Cuando abrió la maleta vi muchas medicinas. Tiene la piel llena de manchas. A veces parece cansarse mucho aunque se recobra o simula recobrarse con facilidad.

– ¿Cómo son sus ojos? -preguntó Norton.

– Azules -dijo el Cerdo.

– No, yo ya sé que son azules, he leído todos sus libros más de una vez, es imposible que no sean azules, quiero decir cómo eran, qué impresión le causaron a usted sus ojos.

Al otro lado del teléfono se hizo un silencio prolongado, como si esa pregunta el Cerdo no se la esperara en modo alguno o como si esa pregunta ya se la hubira formulado él mismo muchas veces, sin encontrar todavía una respuesta.

– Es difícil contestar a eso -dijo el Cerdo.

– Es usted la única persona que puede contestarla, nadie lo ha visto en mucho tiempo, su situación, permítame que se lo diga, es privilegiada -dijo Norton.

– Híjole -dijo el Cerdo.

– ¿Cómo? -dijo Norton.

– Nada, nada, estoy pensando -dijo el Cerdo.

Y al cabo de un rato dijo:

– Tiene los ojos de un ciego, no digo que esté ciego pero son igualitos que los de un ciego, es posible que me equivoque.

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