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En su carta Morini hablaba del tiempo, como si no tuviera nada mejor que decir, de la lluvia que empezó a caer oblicuamente sobre Turín a las ocho de la noche y no paró de hacerlo hasta la una de la mañana, y le deseaba a Norton, de corazón, un tiempo mejor en el norte de México, en donde según creía no llovía nunca y sólo hacía frío por las noches y eso únicamente en el desierto. Esa noche, también, después de contestar algunas cartas (no la de Morini), Norton subió a su habitación, se peinó, se lavó los dientes, se puso crema hidratante en la cara, se quedó un rato sentada en la cama, con los pies en el suelo, pensando, y luego salió al pasillo y llamó a la puerta de Pelletier y luego a la puerta de Espinoza y sin decir palabra los guió hasta su habitación, en donde hizo el amor con ambos hasta las cinco de la mañana, hora en que los críticos, por indicación de Norton, volvieron a sus respectivas habitaciones, en donde pronto cayeron en un sueño profundo, sueño que no alcanzó a Norton, quien arregló un poco las sábanas de su cama y apagó las luces del cuarto, pero no pudo pegar ojo.

Pensó en Morini, mejor dicho vio a Morini sentado en la silla de ruedas delante de una ventana de su apartamento en Turín, un apartamento que ella no conocía, mirando la calle y las fachadas de los edificios vecinos y observando cómo caía incesante la lluvia. Los edificios de enfrente eran grises. La calle era oscura y amplia, una avenida, aunque no pasaba ni un solo coche, con algunos árboles raquíticos plantados cada veinte metros, diríase una broma pesada del alcalde o del urbanista del ayuntamiento. El cielo era una manta tapada por una manta que a su vez tapaba otra manta aún más gruesa y húmeda.

La ventana por la que Morini observaba el exterior era grande, casi una ventana balcón, más estrecha que ancha y, eso sí, muy alargada, y limpia hasta el punto de que se podría decir que el vidrio, por el que se deslizaban las gotas de lluvia, más que vidrio era puro cristal. Los marcos de la ventana eran de madera pintada de blanco. La habitación tenía las luces encendidas. El parquet relucía, los estantes con libros aparecían ordenados con pulcritud, de las paredes colgaban pocas pinturas de un buen gusto envidiable. No había alfombras y los muebles, un sofá de cuero negro y dos sillones de cuero blanco, no entorpecían en modo alguno el libre tránsito de la silla de ruedas. Tras la puerta, de doble hoja, que permanecía entornada, se abría un pasillo a oscuras.

¿Y qué decir con respecto a Morini? Su posición en la silla de ruedas expresaba un cierto grado de abandono, como si la contemplación de la lluvia nocturna y del vecindario dormido colmara todas sus expectativas. A veces apoyaba los dos brazos en la silla, otras veces apoyaba la cabeza en una mano y el codo lo apoyaba en el reposabrazos de la silla. Sus piernas inermes, como las piernas de un adolescente agónico, estaban enfundadas en unos pantalones vaqueros tal vez demasiado anchos. Llevaba puesta una camisa blanca, con los botones del cuello desabrochados, y en su muñeca izquierda tenía un reloj cuya correa le iba grande, aunque no tan grande como para caérsele. No llevaba zapatos sino zapatillas, muy viejas, de tela negra y reluciente como la noche. Toda la ropa era cómoda, de andar por casa, y por la actitud de Morini casi se podía afirmar que al día siguiente no tenía intenciones de ir a trabajar o que pensaba llegar tarde al trabajo.

La lluvia, al otro lado de la ventana, tal como decía en su e-mail, caía oblicuamente y la lasitud de Morini, su quietud y abandono tenían algo de mortalmente campesino, sometido en cuerpo y alma al insomnio sin una queja.

Al día siguiente salieron a dar una vuelta por el mercado de artesanías, inicialmente concebido como lugar de comercio y de trueque para la gente de los alrededores de Santa Teresa y adonde llegaban artesanos y campesinos de toda la zona, llevando sus productos en carretas o a lomos de burro, incluso vendedores de ganado de Nogales y de Vicente Guerrero, y tratantes de caballos de Agua Prieta y Cananea, y que ahora se mantenía únicamente para turistas norteamericanos de Phoenix, que llegaban en autobús o en caravanas de tres o cuatro coches y que se marchaban de la ciudad antes de que anocheciera.

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