Allí también estaba la universidad. En el norte encontraron fábricas y tinglados abandonados, y una calle llena de bares y tiendas de souvenirs y pequeños hoteles, donde se decía que nunca se dormía, y en la periferia más barrios pobres, aunque menos abigarrados, y lotes baldíos en donde se alzaba de vez en cuando una escuela. En el sur descubrieron vías férreas y campos de fútbol para indigentes rodeados por chabolas, e incluso vieron un partido, sin bajar del coche, entre un equipo de agónicos y otro de hambrientos terminales, y dos carreteras que salían de la ciudad, y un barranco que se había transformado en un basurero, y barrios que crecían cojos o mancos o ciegos y de vez en cuando, a lo lejos, las estructuras de un depósito industrial, el horizonte de las maquiladoras.
La ciudad, como toda ciudad, era inagotable. Si uno seguía avanzando, digamos, hacia el este, llegaba un momento en que los barrios de clase media se acababan y aparecían, como un reflejo de lo que sucedía en el oeste, los barrios miserables, que aquí se confundían con una orografía más accidentada: cerros, hondonadas, restos de antiguos ranchos, cauces de ríos secos que contribuían a evitar el agolpamiento. En la parte norte vieron una cerca que separaba a Estados Unidos de México y más allá de la cerca contemplaron, bajándose esta vez del coche, el desierto de Arizona. En la parte oeste rodearon un par de parques industriales que a su vez estaban siendo rodeados por barrios de chabolas.
Tuvieron la certeza de que la ciudad crecía a cada segundo.
Vieron, en los extremos de Santa Teresa, bandadas de auras negras, vigilantes, caminando por potreros yermos, pájaros que aquí llamaban gallinazos, y también zopilotes, y que no eran sino buitres pequeños y carroñeros. Donde había auras, comentaron, no había otros pájaros. Bebieron tequila y cervezas y comieron tacos en la terraza panorámica de un motel en la carretera de Santa Teresa a Caborca. El cielo, al atardecer, parecía una flor carnívora.
Cuando regresaron Amalfitano los esperaba en compañía del hijo de Guerra, el cual los invitó a cenar a un restaurante especializado en comida norteña. El sitio tenía cierto encanto, pero la comida les sentó fatal. Descubrieron, o creyeron descubrir, que la relación entre el profesor chileno y el hijo del decano era más socrática que homosexual y eso de alguna manera los tranquilizó, pues de forma inexplicable los tres se habían encariñado con Amalfitano.
Durante tres días vivieron como sumergidos en un mundo submarino. Buscaban en la tele las noticias más bizarras y peregrinas, releían novelas de Archimboldi que de pronto ya no entendían, se echaban largas siestas, por las noches eran los últimos en abandonar la terraza, hablaban de sus infancias como nunca antes lo habían hecho. Por primera vez se sintieron, los tres, como hermanos o como soldados veteranos de una compañía de choque a quienes ya no les interesa la mayoría de las cosas. Se emborrachaban y se levantaban muy tarde y sólo de vez en cuando condescendían a salir con Amalfitano a pasear por la ciudad, a visitar los lugares de interés de la ciudad que acaso podían atraer a un hipotético turista alemán entrado en años.
Y sí, en efecto, asistieron a la barbacoa de borrego, y sus movimientos fueron medidos y discretos, como los de tres astronautas recién llegados a un planeta donde todo era incierto.
En el patio donde se celebraba la barbacoa contemplaron múltiples agujeros humeantes. Los profesores de la Universidad de Santa Teresa demostraron inusitadas dotes para las labores del campo. Dos de ellos hicieron una carrera a caballo. Otro cantó un corrido de 1915. En un tentadero de reses bravas algunos ensayaron la suerte del lazo, con desigual fortuna. Cuando apareció el rector Negrete, que había permanecido encerrado en la casa mayor con un tipo que parecía ser el capataz del rancho, procedieron a desenterrar la barbacoa, y un olor a carne y a tierra caliente se extendió por el patio bajo la forma de una delgada cortina de humo que los envolvió a todos como la niebla que precede a los asesinatos y que se esfumó de manera misteriosa, mientras las mujeres llevaban los platos a la mesa, dejando impregnadas las vestimentas y las pieles con su aroma.