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– No lo sé -dijo Pelletier-, la verdad es que estos días no he tenido muchas ganas de hacer el amor. ¿Y tú?

– Yo tampoco -dijo Espinoza.

Volvieron a callarse durante un rato.

– Supongo que a ella le pasará algo parecido -dijo Pelletier.

Salieron de Santa Teresa muy temprano. Antes telefonearon a Amalfitano y le dijeron que iban a los Estados Unidos y que probablemente estarían fuera todo el día. En la frontera la policía de aduanas norteamericana quiso ver los papeles del coche y luego los dejó pasar. Se metieron, siguiendo las instrucciones del recepcionista del hotel, por una carretera no pavimentada y durante un tiempo atravesaron un paraje lleno de quebradas y de bosques, como si se hubieran internado por despiste en un domo con un ecosistema propio. Durante un rato pensaron que no iban a llegar a tiempo al aeropuerto e incluso que no iban a llegar nunca a ninguna parte. La carretera no pavimentada, sin embargo, acababa en Sonoita y desde allí cogieron la carretera 83 hasta la autopista 10 que los llevó directo a Tucson. En el aeropuerto tuvieron aún tiempo de tomarse un café y hablar de lo que harían cuando se volvieran a reencontrar en Europa. Después Norton tuvo que cruzar las puertas de embarque y al cabo de media hora su avión emprendió vuelo rumbo a Nueva York en donde enlazaría con otro que la dejaría en Londres.

Para volver tomaron la autopista 19 que iba hasta Nogales, aunque ellos se desviaron poco después de Río Rico y comenzaron a bordear la frontera por el lado de Arizona, hasta Lochiel, en donde volvieron a entrar en México. Tenían hambre y sed pero no se detuvieron en ningún pueblo. A las cinco de la tarde llegaron al hotel y después de darse una ducha bajaron a comer un sándwich y a telefonear a Amalfitano. Éste les dijo que no se movieran del hotel, que tomaría un taxi y estaría allí en menos de diez minutos. No tenemos ninguna prisa, le dijeron.

A partir de ese momento la realidad, para Pelletier y Espinoza, pareció rajarse como una escenografía de papel, y al caer dejó ver lo que había detrás: un paisaje humeante, como si alguien, tal vez un ángel, estuviera haciendo cientos de barbacoas para una multitud de seres invisibles. Dejaron de levantarse temprano, dejaron de comer en el hotel, entre los turistas norteamericanos, y se trasladaron al centro de la ciudad, optando por los locales oscuros para el desayuno (cerveza y chilaquiles picantes) y por los locales con grandes ventanales en donde los camareros, sobre el vidrio, escribían con tinta blanca los platos del menú, para las comidas. Las cenas las hacían en cualquier parte.

Aceptaron la propuesta del rector y dictaron dos conferencias sobre la literatura francesa y española actuales, que más que conferencias semejaron carnicerías y que al menos tuvieron la virtud de dejar temblorosos a los espectadores, chicos jóvenes en su mayoría, lectores de Michon y Rolin o lectores de Marías y Vila-Matas. Después, y esta vez juntos, dieron la clase magistral sobre Benno von Archimboldi con una disposición, más que de carniceros, de triperos o de achuradores, pero algo, al principio indiscernible, algo que evocaba, aunque en silencio, un encuentro no casual, sofrenó sus impulsos: entre el público, y, sin contar a Amalfitano, había tres jóvenes lectores de Archimboldi que casi los hicieron llorar. Uno de ellos, que sabía francés, incluso había llevado uno de los libros traducido por Pelletier. Así pues, eran posibles los milagros. Las librerías de Internet funcionaban. La cultura, pese a las desapariciones y a la culpa, seguía viva, en permanente transformación, como no tardaron en comprobar cuando los jóvenes lectores de Archimboldi, finalizada la conferencia, fueron, por petición expresa de Pelletier y Espinoza, a la sala de honor de la universidad donde se celebró un ágape o mejor dicho un cóctel o tal vez un coctelito o puede que tan sólo una fineza en homenaje a los ilustres conferenciantes y en donde, a falta de un tema mejor, se habló de lo bien que escribían los alemanes, todos, y del peso histórico de universidades como la Sorbona o la de Salamanca, en las cuales, para pasmo de los críticos, dos de los profesores (uno que enseñaba derecho romano y otro que enseñaba derecho penal en el siglo XX, habían estudiado). Más tarde, en un aparte, el decano Guerra y una secretaria de la rectoría les hicieron entrega de sus cheques y poco después, aprovechando una lipotimia que le dio a la mujer de uno de los profesores, se marcharon subrepticiamente.

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