Los acompañaron Amalfitano, que detestaba aunque tenía que sufrir de vez en cuando estas fiestas, y los tres estudiantes lectores de Archimboldi. Primero fueron a cenar al centro y luego dieron vueltas por la calle que nunca dormía. El coche de alquiler, aunque era grande, los obligaba a ir muy pegados y la gente que transitaba por las aceras los miraba con curiosidad, como miraban a todos en aquella calle, hasta que descubrían a Amalfitano y a los tres estudiantes apelotonados en el asiento trasero y entonces desviaban la mirada rápidamente.
Se metieron en un bar que uno de los muchachos conocía.
El bar era grande y en la parte trasera tenía un patio con árboles y un pequeño palenque para peleas de gallo. El muchacho dijo que su padre en una ocasión lo había llevado allí. Hablaron de política, y Espinoza le traducía a Pelletier lo que los muchachos decían. Ninguno de éstos tenía más de veinte años y exhibían un aspecto sano, fresco, con ganas de aprender. Amalfitano, por el contrario, aquella noche les pareció más cansado y más derrotado que nunca. En voz baja Pelletier le preguntó si le pasaba algo. Amalfitano negó con la cabeza y dijo que no, aunque los críticos, cuando volvieron al hotel, comentaron que la actitud de su amigo, que fumaba un cigarrillo detrás de otro y bebía sin parar y además apenas abrió la boca en toda la noche, denotaba o bien una depresión en ciernes o un estado de extremo nerviosismo.
Al día siguiente, cuando se levantó, Espinoza encontró a Pelletier sentado en la terraza del hotel, vestido con unas bermudas y sandalias de cuero, leyendo las ediciones del día de los periódicos de Santa Teresa armado con un diccionario españolfrancés que probablemente aquella misma mañana había adquirido.
– ¿Nos vamos a desayunar al centro? -le preguntó Espinoza.
– No -dijo Pelletier-, ya basta de alcohol y comidas que me están destrozando el estómago. Quiero enterarme de qué está pasando en esta ciudad.
Espinoza recordó entonces que durante la noche pasada uno de los muchachos les había contado la historia de las mujeres asesinadas. Sólo recordaba que el muchacho había dicho que eran más de doscientas y que tuvo que repetirlo dos o tres veces, pues ni él ni Pelletier daban crédito a lo que oían. No dar crédito, sin embargo, pensó Espinoza, es una forma de exagerar.
Uno ve algo hermoso y no da crédito a sus ojos. Te cuentan algo sobre… la belleza natural de Islandia…, gente bañándose en aguas termales, entre géiseres, en realidad tú ya lo has visto en fotos, pero igual dices que no te lo puedes creer… Aunque evidentemente lo crees… Exagerar es una forma de admirar cortésmente… Das el pie para que tu interlocutor diga: es verdad…
Y entonces dices: es increíble. Primero no te lo puedes creer y luego te parece increíble.
La noche anterior eso fue probablemente lo que dijeron él y Pelletier después de que el muchacho, sano y fuerte y puro, les asegurara que habían muerto más de doscientas mujeres.
Pero no en un período corto, pensó Espinoza. Desde 1993 o 1994 hasta la fecha… Y puede que el número de asesinadas fuera mayor. Tal vez doscientas cincuenta o trescientas. El muchacho había dicho, en francés, nunca se sabrá. El muchacho que había leído un libro de Archimboldi traducido por Pelletier y conseguido gracias a los buenos oficios de una librería de Internet.
No hablaba un francés correcto, pensó Espinoza. Pero uno puede hablar mal una lengua o no hablarla en absoluto y sin embargo ser capaz de leerla. En cualquier caso muchas mujeres muertas.
– ¿Y culpables? -preguntó Pelletier.
– Hay gente detenida desde hace mucho, pero siguen muriendo mujeres -dijo uno de los muchachos.
Amalfitano, recordó Espinoza, estaba callado, como ausente, probablemente borracho como una cuba. En una mesa cercana había un grupo de tres tipos que de vez en cuando los miraban como si estuvieran muy interesados en lo que hablaban.
¿Qué más recuerdo?, pensó Espinoza. Alguien, uno de los muchachos, habló del virus de los asesinos. Alguien dijo copycat.
Alguien pronunció el nombre de Albert Kessler. En determinado momento se levantó y fue al baño a vomitar. Mientras lo hacía oyó que alguien, fuera, alguien que probablemente se estaba lavando las manos y la cara o acicalándose delante del espejo, le decía:
– Guacaree tranquilo, compadre.
Esa voz me tranquilizó, pensó Espinoza, pero eso implica que en aquel momento me sentía intranquilo, y ¿por que había de estarlo? Cuando salió del baño no había nadie, sólo el ruido de la música del bar que llegaba ligeramente atenuada y un ruido, más bajo, espasmódico, de cañerías. ¿Quién nos trajo de vuelta al hotel?, pensó.
– ¿Quién condujo de vuelta? -le preguntó a Pelletier.
– Tú -dijo Pelletier.
Aquel día Espinoza dejó a Pelletier leyendo periódicos en el hotel y salió solo. Aunque era tarde para desayunar entró en un bar de la calle Arizpe en donde nunca había estado y pidió algo para reponer el cuerpo.
– Esto es lo mejor para la cruda, señor -le dijo el barman, y le puso un vaso de cerveza fría.