Con los nudillos golpeó la puerta de la pequeña caravana del ilusionista. Alguien abrió la puerta y una voz desde la oscuridad preguntó qué querían. El empresario dijo que era él y que traía a unos amigos europeos que querían saludarlo. Pasen, pues, dijo la voz, y ellos subieron el único escalón y accedieron al interior de la caravana cuyas dos únicas ventanas, sólo un poco mayores que un ojo de buey, tenían las cortinas corridas.
– Vamos a ver dónde nos acomodamos -dijo el empresario, y acto seguido procedió a descorrer las cortinas.
Tirado en la única cama vieron a un tipo calvo, de piel olivácea, vestido únicamente con unos enormes shorts negros, que los miró parpadeando con dificultad. El tipo no podía tener más de sesenta años, si llegaba, lo que lo descartaba de inmediato, pero decidieron quedarse un rato y, al menos, agradecerle el que los hubiera recibido. Amalfitano, que era el que de mejor humor estaba, le explicó que estaban buscando a un amigo alemán, un escritor, y que no lo podían encontrar.
– ¿Y creyeron que lo iban a encontrar en mi circo? -dijo el empresario.
– No a él sino a alguien que lo conociera -dijo Amalfitano.
– Nunca he empleado a un escritor -dijo el empresario.
– Yo no soy alemán -dijo el Doktor Koenig-, soy norteamericano, me llamo Andy López.
Acompañó estas palabras extrayendo de un saco que colgaba en una percha su billetera y tendiéndoles su carnet de conducir.
– ¿En qué consiste su número de ilusionismo? -le preguntó Pelletier en inglés.
– Empiezo haciendo desaparecer pulgas -dijo el Doktor Koenig, y los cinco se rieron.
– Es la mera verdad -dijo el empresario.
– Luego hago desaparecer palomas, luego hago desaparecer un gato, luego un perro, y finalizo mi acto haciendo desaparecer a un niño.
Después de dejar el Circo Internacional Amalfitano los invitó a comer a su casa.
Espinoza salió al patio trasero y vio un libro que colgaba de una cuerda para tender ropa. No se quiso acercar a ver de qué libro se trataba, pero cuando volvió a entrar en la casa le preguntó a Amalfitano por él.
– Es el
– Rafael Dieste, un poeta gallego -dijo Espinoza.
– Ese mismo -dijo Amalfitano-, pero éste no es un libro de poesía sino de geometría, las cosas que se le ocurrieron a Dieste mientras ejerció como profesor de instituto.
Espinoza le tradujo a Pelletier lo que Amalfitano le había dicho.
– ¿Y está colgado en el patio? -dijo Pelletier con una sonrisa.
– Sí -dijo Espinoza mientras Amalfitano buscaba en el refrigerador algo que pudieran comer-, como si fuera una camisa puesta a secar.
– ¿Les gustan los frijoles? -dijo Amalfitano.
– Cualquier cosa, cualquier cosa, ya nos hemos acostumbrado a todo -dijo Espinoza.
Pelletier se acercó a la ventana y contempló el libro, cuyas hojas se movían imperceptiblemente con la suave brisa de la tarde. Luego salió y se acercó a él y lo estuvo examinando.
– No lo descuelgues -oyó que decía a sus espaldas Espinoza.
– Este libro no está puesto aquí para que se seque, lleva aquí mucho tiempo -dijo Pelletier.
– Algo así me imaginé yo -dijo Espinoza-, pero mejor no lo toques y volvamos a la casa.
Desde la ventana Amalfitano los observaba mordiéndose los labios, aunque ese gesto en él, y en ese preciso instante, no era un gesto de desesperación o de impotencia sino de profunda, inabarcable tristeza.
Cuando los críticos hicieron el primer ademán de darse la vuelta, Amalfitano retrocedió y rápidamente volvió a la cocina, en donde fingió estar muy concentrado preparando la comida.
Cuando volvieron al hotel Norton les comunicó que se marchaba al día siguiente y ellos recibieron la noticia sin sorpresa, como si desde hacía tiempo la esperaran. El vuelo que Norton había conseguido salía desde Tucson y pese a las protestas de ella, que pensaba tomar un taxi, decidieron acompañarla al aeropuerto. Esa noche hablaron hasta tarde, le contaron a Norton la visita que habían hecho al circo y le aseguraron que si todo seguía igual ellos no tardarían más de tres días en marcharse. Luego Norton se fue a dormir y Espinoza propuso que pasaran juntos aquella última noche en Santa Teresa. Norton no lo entendió y dijo que sólo se iba ella, que para ellos aún quedaban más noches en aquella ciudad.
– Quiero decir los tres juntos -dijo Espinoza.
– ¿En la cama? -dijo Norton.
– Sí, en la cama -dijo Espinoza.
– No me parece una buena idea -dijo Norton-, prefiero dormir sola.
Así que la acompañaron hasta el ascensor y luego volvieron al bar y pidieron dos Bloody Mary y mientras esperaban permanecieron en silencio.
– He metido la pata hasta el fondo -dijo Espinoza cuando el barman les llevó sus bebidas.
– Me parece que sí -dijo Pelletier.
– ¿Te has dado cuenta -dijo Espinoza después de otro silencio – de que durante todo el viaje sólo hemos estado una vez en la cama con ella?
– Claro que me he dado cuenta -dijo Pelletier.
– ¿Y de quién es la culpa -dijo Espinoza-, de ella o de nosotros?