Siempre iba con pantalones cortos, incluso cuando los otros niños empezaron a llevar pantalones largos. La primera vez que hablé con él, lo he recordado hace muy poco, yo no lo llamé James sino Jimmy. Nadie le decía así. Fui yo. Los dos teníamos ocho años. Su rostro era muy serio. ¿Por qué razón hablé con él? Creo que olvidó algo en el pupitre, tal vez una goma o un lapiz, eso ya no lo recuerdo, y yo le dije: Jimmy, se te ha olvidado la goma. Sí recuerdo que yo sonreía. Sí recuerdo por qué razón lo llamé Jimmy y no James o Jim. Por cariño. Por placer.
Porque Jimmy me gustaba y me parecía muy hermoso.
Al día siguiente Espinoza pasó a primera hora por el mercado de artesanías, con el corazón latiendo más aprisa de lo normal, mientras los comerciantes y artesanos recién empezaban a montar sus puestos y la calle adoquinada aún estaba limpia.
Rebeca disponía sus alfombras encima de una mesa portátil y le sonrió al verlo. Algunos comerciantes bebían café o tomaban refrescos de cola, de pie, y conversaban de un puesto a otro. Detrás de los puestos, en la acera, bajo los viejos arcos y los toldos de algunas tiendas con mayor solera, se arremolinaban grupos de hombres que discutían sobre partidas de alfarería al por mayor cuya venta estaba garantizada en Tucson o en Phoenix. Espinoza saludó a Rebeca y la ayudó a ordenar las últimas alfombras. Después le preguntó si quería ir a desayunar con él y la muchacha le dijo que no podía y que ya había desayunado en su casa. Sin darse por rendido, Espinoza le preguntó dónde estaba su hermano.
– En la escuela -dijo Rebeca.
– ¿Y quién te ayuda a traer toda la mercancía?
– Mi mamá -dijo Rebeca.
Durante un rato Espinoza se quedó quieto, mirando el suelo, sin saber si comprarle otra alfombra o marcharse sin decir palabra.
– Te invito a comer -dijo finalmente.
– Bueno -dijo la muchacha.
Cuando Espinoza volvió al hotel encontró a Pelletier leyendo a Archimboldi. Visto desde lejos, el rostro de Pelletier, y en realidad no sólo su rostro, todo su cuerpo, traslucía una especie de sosiego que le pareció envidiable. Al acercarse un poco más vio que el libro no era
Pelletier alzó la mirada y no le contestó. Dijo, en cambio, que era sorprendente, o que a él no dejaba de sorprenderle, la manera en que Archimboldi se aproximaba al dolor y a la vergüenza.
– De forma delicada -dijo Espinoza.
– Así es -dijo Pelletier-. De forma delicada.
En Santa Teresa, en esa ciudad horrible, decía la carta de Norton, pensé en Jimmy, pero sobre todo pensé en mí, en la que yo era a la edad de ocho años, y al principio las ideas saltaban, las imágenes saltaban, parecía que tenía un terremoto dentro de la cabeza, era incapaz de fijar con precisión o con claridad ningún recuerdo, pero cuando finalmente lo logré fue peor, me vi a mí misma diciendo Jimmy, vi mi sonrisa, el rostro serio de Jimmy Crawford, el tropel de niños, sus espaldas, el oleaje repentino cuyo remanso era el patio, vi mis labios que advertían a aquel niño de su olvido, vi la goma, o tal vez fuera un lápiz, vi con los ojos que ahora tengo los ojos que en ese instante tenía, y oí una vez más mi llamada, el timbre de mi voz, la extrema cortesía de una niña de ocho años que llama a un niño de ocho años para advertirle que no olvide su goma de borrar, y que sin embargo no puede hacerlo llamándolo por su nombre, James, o Crawford, tal como es usual en la escuela, y prefiere, consciente o inconscientemente, emplear el diminutivo Jimmy, que denota cariño, un cariño verbal, un cariño personal, pues sólo ella, en ese instante que es un mundo, lo llama así, y que de alguna manera reviste con otros ropajes el cariño o la atención implícita en el gesto de advertirle un olvido, no olvides tu goma, o tu lápiz, y que, en el fondo, no era más que la expresión, verbalmente pobre o verbalmente rica, de la felicidad.
Comieron en un restaurante barato cerca del mercado, mientras el hermano pequeño de Rebeca vigilaba el carrito en el cual cada mañana trasladaban las alfombras y la mesa plegable.
Espinoza le preguntó a Rebeca si no era posible dejar el carrito sin vigilancia e invitar a comer al niño, pero Rebeca le dijo que no se preocupara. Si el carrito quedaba sin vigilancia lo más probable era que cualquiera se lo llevara. Desde la ventana del restaurante Espinoza podía ver al niño subido encima del montón de alfombras como un pájaro, oteando el horizonte.
– Le voy a llevar algo -dijo-, ¿qué le gusta a tu hermano?
– Los helados -dijo Rebeca-, pero aquí no tienen helados.
Durante unos segundos Espinoza contempló la idea de salir a buscar helados en otro local, pero la desechó por miedo a no encontrar a la muchacha cuando volviera. Ella le preguntó cómo era España.
– Distinta -dijo Espinoza mientras pensaba en los helados.
– ¿Distinta de México? -dijo ella.
– No -dijo Espinoza-, distinta entre sí, variada.