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Luego metieron las alfombras y los sarapes en el asiento trasero del coche y se acomodaron los tres delante. El niño estaba feliz y Espinoza le dijo que decidiera él adónde iban a comer aquel día. Terminaron en un McDonald’s del centro.

La casa de la muchacha estaba en los barrios del poniente de la ciudad, en las zonas en donde, por lo que había leído en la prensa, se cometían los crímenes, pero el barrio y la calle donde vivía Rebeca sólo le pareció un barrio pobre y una calle pobre, en donde lo siniestro estaba ausente. Dejó el coche estacionado enfrente de la casa. En la entrada había un jardín minúsculo, con tres jardineras hechas de caña y alambre, cubiertas de macetas con flores y plantas verdes. Rebeca le dijo a su hermano que se quedara vigilando el coche. La casa era de madera y al caminar los tablones del suelo emitían un sonido a cosa hueca, como si debajo corriera un desagüe o hubiera un cuarto secreto.

La madre, contra lo que esperaba Espinoza, lo saludó amablemente y le ofreció un refresco. Luego ella misma le presentó al resto de sus hijos. Rebeca tenía dos hermanos y tres hermanas, aunque la mayor ya no vivía allí pues se había casado. Una de las hermanas era igualita a Rebeca, sólo que más joven. Se llamaba Cristina y todos en la casa decían que era la más inteligente de la familia. Después de un tiempo prudencial Espinoza le pidió a Rebeca que salieran a dar una vuelta por el barrio. Al salir vieron al niño encaramado sobre el techo del coche. Leía un cómic y tenía algo en la boca, probablemente un caramelo.

Cuando volvieron del paseo el niño aún seguía allí, aunque ya no leía nada y el caramelo se había terminado.

Cuando volvió al hotel Pelletier estaba otra vez con Santo Tomás. Al sentarse a su lado Pelletier levantó la mirada del libro y le dijo que había cosas que aún no entendía y que probablemente no iba a entender jamás. Espinoza soltó una risotada y no hizo ningún comentario.

– Hoy he estado con Amalfitano -dijo Pelletier.

Según creía, el profesor chileno tenía los nervios destrozados.

Pelletier lo había invitado a darse con él un chapuzón en la piscina. Como no tenía traje de baño le había conseguido uno en la recepción. Todo parecía ir bien. Pero cuando se metió en la piscina Amalfitano se quedó quieto, como si de pronto hubiera visto al demonio, y se hundió. Antes de que se hundiera, Pelletier recordaba que se había tapado la boca con las dos manos.

En cualquier caso no hizo el más mínimo esfuerzo por nadar.

Afortunadamente, Pelletier estaba allí y no le costó nada sumergirse y volverlo a traer a la superficie. Luego se tomaron un whisky cada uno y Amalfitano le explicó que hacía mucho que no nadaba.

– Estuvimos hablando de Archimboldi -dijo Pelletier.

Después se vistió, devolvió el traje de baño y se marchó.

– ¿Y tú qué hiciste? -dijo Espinoza.

– Me duché, me vestí, bajé a comer y seguí con mis lecturas.

Por un instante, decía Norton en su carta, me sentí como una vagabunda deslumbrada por las luces de un teatro repentino.

No estaba en la mejor disposición para entrar en una galería de arte, pero el nombre de Edwin Johns me atrajo como un imán. Me acerqué a la puerta de la galería, que era de vidrio, y en el interior vi a mucha gente y vi a camareros vestidos de blanco que apenas podían moverse manteniendo en equilibrio bandejas cargadas de copas de champán o de vino rojo. Decidí esperar y volví a la acera de enfrente. Poco a poco la galería se fue vaciando y llegó el momento en que pensé que ya podía entrar y ver al menos una parte de la retrospectiva.

Cuando traspuse la puerta de vidrio sentí algo extraño, como si todo lo que a partir de ese instante viera o sintiera fuera a ser decisivo para el curso posterior de mi vida. Me detuve delante de una especie de paisaje, un paisaje de Surrey, de la primera etapa de Johns, que me pareció melancólico y a la vez dulce, profundo y en modo alguno grandilocuente, como sólo pueden serlo los paisajes ingleses pintados por pintores ingleses. De golpe me dije que con ver ese cuadro ya tenía suficiente y me disponía a marcharme cuando un camarero, tal vez el último de los camareros de la empresa de cátering que quedaba en la galería, se me acercó con una sola copa de vino en la bandeja, una copa servida especialmente para mí. No me dijo nada. Sólo me la ofreció y yo le sonreí y tomé la copa.

Entonces vi el póster de la exposición, al otro lado de donde yo me encontraba, el póster que exhibía el cuadro con la mano cortada, la pieza maestra de Johns, y en donde con números blancos se señalaba su fecha de nacimiento y su fecha de muerte.

Yo no sabía que había muerto, decía Norton en su carta, yo creía que aún vivía en Suiza, en un confortable manicomio, en donde se reía de sí mismo y sobre todo se reía de nosotros.

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