No hizo más preguntas. Oía su respiración, pausada, y él oía mi respiración, que se iba serenando rápidamente.
– Te llamaré mañana -le dije.
– De acuerdo -dijo él, pero durante unos segundos ninguno de los dos se atrevió a colgar el teléfono.
Esa noche pensé en Edwin Johns, pensé en su mano que ahora probablemente se exhibía en su retrospectiva, esa mano que el auxiliar del sanatorio no pudo coger y así impedir su caída, aunque esto último resultaba demasiado obvio, como una fábula tramposa que ni siquiera se acercaba a lo que Johns había sido. Mucho más real resultaba el paisaje suizo, ese paisaje que vosotros visteis y que yo desconozco, con las montañas y los bosques, con las piedras irisadas y las cascadas de agua, con los barrancos mortales y las enfermeras lectoras.
Una noche Espinoza llevó a Rebeca a bailar. Estuvieron en una discoteca del centro de Santa Teresa a la que la muchacha no había ido nunca, pero de la cual hablaban sus amigas en los mejores términos. Mientras bebían cubalibres Rebeca le contó que al salir de aquella discoteca habían secuestrado a dos de las muchachas que tiempo después aparecieron muertas. Sus cadáveres fueron abandonados en el desierto.
A Espinoza le pareció de mal augurio el que ella dijera que el asesino tenía por costumbre visitar esa discoteca. Cuando la fue a dejar a su casa la besó en los labios. Rebeca olía a alcohol y tenía la piel muy fría. Le preguntó si quería hacer el amor y ella asintió con la cabeza, varias veces, sin decir nada. Luego ambos pasaron de los asientos de delante al asiento de atrás y lo hicieron. Un polvo rápido. Pero después ella recostó la cabeza sobre su pecho, sin decir palabra, y él estuvo mucho rato acariciándole el pelo. El aire nocturno olía a productos químicos que llegaban en oleadas. Espinoza pensó que cerca de allí había una fábrica de papel. Se lo preguntó a Rebeca y ella dijo que cerca de allí sólo había casas construidas por sus propios moradores y descampados.
Volviera al hotel a la hora que volviera siempre encontraba a Pelletier despierto, leyendo un libro y esperándolo. Con ese gesto, pensó, Pelletier le reafirmaba su amistad. También cabía la posibilidad de que el francés no pudiera dormir y que su insomnio lo condenara a leer por las salas vacías del hotel hasta la llegada del alba.
A veces Pelletier estaba en la piscina, abrigado con un suéter o con una toalla, bebiendo whisky a sorbitos. Otras veces lo encontraba en una sala presidida por un paisaje enorme de la frontera, pintado, eso se adivinaba en el acto, por un artista que no había estado nunca allí: la industriosidad del paisaje y su armonía revelaban más un deseo que una realidad. Los camareros, incluso los del turno de noche, satisfechos con sus propinas, procuraban que nada le faltara. Cuando llegaba, durante un rato, se dedicaban a intercambiar frases cortas y amables.
A veces Espinoza, antes de buscarlo por las salas vacías del hotel, se iba a revisar sus e-mails, con la esperanza de encontrar cartas de Europa, de Hellfeld o de Borchmeyer, que arrojaran algo de luz sobre el paradero de Archimboldi. Después buscaba a Pelletier y más tarde ambos subían silenciosos a sus respectivas habitaciones.
Al día siguiente, decía Norton en su carta, me dediqué a limpiar mi apartamento y a poner en orden mis papeles. Terminé mucho antes de lo que esperaba. Por la tarde me encerré en un cine y al salir, aunque estaba tranquila, ya no me acordaba del argumento de la película ni de los actores que la interpretaban.
Esa noche cené con una amiga y me acosté temprano, aunque hasta las doce no fui capaz de conciliar el sueño. Nada más despertarme, de buena mañana y sin hacer una reserva previa, me fui al aeropuerto y compré el primer billete para Italia. Volé de Londres a Milán y desde allí cogí un tren para Turín. Cuando Morini me abrió la puerta le dije que había venido a quedarme, que decidiera él si me iba a un hotel o me quedaba en su casa. No contestó a mi pregunta, apartó la silla de ruedas y me pidió que pasara. Fui al baño a lavarme la cara. Cuando volví Morini había preparado té y puesto sobre un plato azul tres pastelillos que me ofreció con encomio. Probé uno y era delicioso.
Parecía un dulce griego, con pistacho e higo confitado en su interior.
Pronto di cuenta de los tres pastelillos y me tomé dos tazas de té. Morini, mientras tanto, hizo una llamada telefónica, y luego se dedicó a escucharme y a intercalar de vez en cuando preguntas que yo contestaba de buen grado.