Las primeras horas de mi primera noche en Turín, decía Norton en su carta, las pasé en la habitación de huéspedes de Morini. No me costó nada quedarme dormida, pero de repente un trueno, que no sé si era real o soñado, me despertó, y creí ver, al fondo del pasillo, la silueta de Morini y de la silla de ruedas.
Al principio no le hice caso y procuré volver a dormirme, hasta que de pronto recapitulé lo que había visto: por un lado la silueta de la silla de ruedas en el pasillo y por otro lado, ya no en el pasillo sino en la sala, de espaldas a mí, la silueta de Morini. Me desperté de un salto, empuñé un cenicero y encendí la luz. El pasillo estaba desierto. Fui hasta la sala y no había nadie. Meses antes lo normal hubiera sido tomar un vaso de agua y volver a la cama, pero ya nada era ni volvería a ser como entonces. Así que lo que hice fue ir a la habitación de Morini.
Al abrir la puerta vi primero la silla de ruedas, a un lado de la cama, y luego el bulto de Morini, que respiraba pausadamente.
Murmuré su nombre. No se movió. Alcé la voz y la voz de Morini me preguntó qué pasaba.
– Te he visto en el pasillo -le dije.
– ¿Cuándo? -dijo Morini.
– Hace un momento, cuando oí el trueno.
– ¿Llueve? -dijo Morini.
– Seguramente -dije yo.
– No he salido al pasillo, Liz -dijo Morini.
– Yo te vi allí. Te habías levantado. La silla de ruedas estaba en el pasillo, de cara a mí, pero tú estabas al final del pasillo, en la sala, de espaldas a mí -dije.
– Debió ser un sueño -dijo Morini.
– La silla de ruedas estaba de cara a mí y tú estabas de espaldas a mí -dije.
– Tranquilízate, Liz -dijo Morini.
– No me pidas que me tranquilice, no me trates como a una estúpida. La silla de ruedas me miraba, y tú, que estabas de pie, tan tranquilo, no me mirabas. ¿Lo entiendes?
Morini se concedió unos segundos para reflexionar, apoyado en los codos.
– Creo que sí -dijo-, mi silla te vigilaba mientras yo te ignoraba, ¿no? Como si la silla y yo fuéramos una sola persona o un solo ente. Y la silla era mala, precisamente porque te miraba, y yo también era malo, porque te había mentido y no te miraba.
Entonces me eché a reír y le dije que para mí, bien pensado, él jamás iba a ser malo, y tampoco la silla de ruedas, puesto que le prestaba un servicio tan necesario.
El resto de la noche lo pasamos juntos. Le dije que se hiciera a un lado y me dejara sitio y Morini me obedeció sin decir nada.
– ¿Cómo pude tardar tanto en darme cuenta de que me querías? -le dije más tarde-. ¿Cómo pude tardar tanto en darme cuenta de que yo te quería?
– La culpa es mía -dijo Morini en la oscuridad-, soy muy torpe.
Por la mañana Espinoza regaló a los recepcionistas y vigilantes y camareros del hotel algunas de las alfombras y sarapes que atesoraba. También regaló alfombras a las dos mujeres que iban a hacerle la limpieza del cuarto. El último sarape, uno muy bonito, en donde predominaban las figuras geométricas en rojo, verde y lila, lo metió en una bolsa y le dijo al recepcionista que se lo subiera a Pelletier.
– Un regalo anónimo -dijo.
El recepcionista le guiñó el ojo y dijo que así se haría.
Cuando Espinoza llegó al mercado de las artesanías ella estaba sentada en una banqueta de madera leyendo una revista de música popular, llena de fotos en color, en donde había noticias sobre cantantes mexicanos, sus bodas, divorcios, giras, discos de oro y platino, sus temporadas en la cárcel, sus muertes en la miseria.
Se sentó a su lado, en el bordillo de la acera, y dudó si saludarla con un beso o no. Enfrente había un puesto nuevo que vendía figuritas de barro. Desde donde estaba Espinoza distinguió unas horcas diminutas y se sonrió tristemente. Le preguntó a la muchacha dónde estaba su hermano y ella le respondió que se había ido a la escuela, como todas las mañanas.
Una mujer muy arrugada, vestida de blanco como si se fuera a casar, se detuvo a hablar con Rebeca y entonces él cogió la revista, que la muchacha había dejado bajo la mesa, encima de una lonchera, y la estuvo hojeando hasta que la amiga de Rebeca se marchó. Intentó decir algo en un par de ocasiones, pero no pudo. El silencio de ella, sin embargo, no era desagradable ni implicaba rencor o tristeza. No era denso sino transparente. Casi no ocupaba espacio. Incluso, pensó Espinoza, uno podría acostumbrarse a este silencio y ser feliz. Pero él no se iba a acostumbrar jamás, eso también lo sabía.
Cuando se cansó de estar sentado se fue a un bar y pidió una cerveza en la barra. A su alrededor sólo había hombres y nadie estaba solo. Espinoza abarcó el bar con una mirada terrible y de inmediato se percató de que los hombres bebían pero también comían. Masculló la palabra joder y escupió en el suelo, a pocos centímetros de sus propios zapatos. Luego se tomó otra y volvió al puesto con la botella a medias. Rebeca lo miró y sonrió. Espinoza se sentó en la acera, junto a ella, y le dijo que iba a volver. La muchacha no dijo nada.
– Voy a volver a Santa Teresa -dijo-, en menos de un año, te lo juro.