Recuerdo que la copa de vino se me cayó de las manos. Recuerdo que una pareja, ambos muy altos y delgados, que miraban un cuadro, me miraron con extrema curiosidad, como si yo fuera una ex amante de Johns o un cuadro viviente (e inacabado) que de pronto se entera de la muerte de su pintor. Sé que salí sin mirar atrás y que anduve durante mucho rato hasta que me di cuenta de que no lloraba, sino que llovía y que estaba empapada. Esa noche no pude dormir.
Por las mañanas Espinoza iba a buscar a Rebeca a su casa.
Dejaba el coche frente a la puerta, se tomaba un café y luego, sin decir nada, metía las alfombras en el asiento trasero y se dedicaba a limpiar el polvo de la carrocería con un trapo. Si hubiera sabido algo de mecánica hubiera levantado el capó y habría mirado el motor, pero no sabía nada de mecánica y el motor del coche, por lo demás, funcionaba como una seda.
Después salían de la casa la muchacha y su hermano y Espinoza les abría la puerta del copiloto, sin pronunciar una palabra, como si aquella rutina durara años, y luego él entraba por la puerta del conductor, guardaba el trapo del polvo en la guantera y partían hacia el mercado de artesanías. Ya allí los ayudaba a montar el puesto y cuando habían terminado iba a un restaurante cercano y compraba dos cafés para llevar y una CocaCola, que se tomaban de pie, contemplando los otros puestos o el horizonte achaparrado, pero dignísimo, de edificios coloniales que los cercaban. En ocasiones Espinoza reñía al hermano de la muchacha, le decía que beber Coca-Cola por las mañanas era una mala costumbre, pero el niño, que se llamaba Eulogio, se reía y no le hacía caso, pues sabía que el enfado de Espinoza era en un noventa por ciento fingido. El resto de la mañana Espinoza se lo pasaba en una terraza, sin salir de aquel barrio, el único de Santa Teresa, además del barrio de Rebeca, que le gustaba, leyendo los periódicos locales y tomando café y fumando.
Cuando iba al baño y se miraba en un espejo, pensaba que sus facciones estaban cambiando. Parezco un señor, se decía a veces.
Parezco más joven. Parezco otro.
En el hotel, al volver, siempre encontraba a Pelletier en la terraza o en la piscina o tumbado en uno de los sillones de alguna de las salas, releyendo
Esa noche no pude dormir, decía Norton en su carta, y se me ocurrió llamar a Morini. Era muy tarde, era de mala educación molestarlo a esa hora, era una imprudencia de mi parte, era una intromisión grosera, pero lo llamé. Recuerdo que marqué su número y acto seguido apagué la luz de la habitación, como si al estar a oscuras Morini no pudiera verme la cara. Mi llamada, sorprendentemente, fue contestada en el acto.
– Soy yo, Piero -le dije-, Liz, ¿te has enterado de que murió Edwin Johns?
– Sí -dijo la voz de Morini desde Turín-. Murió hace un par de meses.
– Pero yo sólo lo he sabido ahora, esta noche -dije.
– Pensé que ya lo sabías -dijo Morini.
– ¿Cómo murió? -dije.
– En un accidente -dijo Morini-, salió a dar un paseo, quería dibujar una pequeña cascada que hay cerca del sanatorio, se subió a una roca y resbaló. Encontraron el cadáver al fondo de un barranco de cincuenta metros.
– No puede ser -dije.
– Sí que puede ser -dijo Morini.
– ¿Salió a dar un paseo solo? ¿Sin nadie que lo vigilara?
– No iba solo -dijo Morini-, lo acompañaba una enfermera y uno de los muchachos fuertes del sanatorio, de esos que pueden reducir en un segundo a un loco furioso.
Me reí, era la primera vez que me reía, ante la expresión loco furioso, y Morini, al otro lado de la línea, se rió, aunque sólo fue un instante, conmigo.
– Esos chicos fuertes y atléticos se llaman en realidad auxiliares -le dije.
– Pues lo acompañaban una enfermera y un auxiliar -dijo-.
Johns se subió a una roca y el muchacho fuerte subió detrás de él. La enfermera, por indicación de Johns, se sentó en un tocón y fingió leer un libro. Entonces Johns comenzó a dibujar con su mano izquierda, con la cual había adquirido cierta habilidad.
El paisaje comprendía la cascada, las montañas, los salientes de roca, el bosque y la enfermera que ajena a todo leía el libro.
Entonces ocurrió el accidente. Johns se levantó de la roca, resbaló y, aunque el muchacho fuerte y atlético trató de agarrarlo, cayó al abismo.
Eso era todo.
Durante un rato permanecimos sin decir nada, decía Norton en su carta, hasta que Morini rompió el silencio y me preguntó cómo me había ido en México.
– Mal -le dije.