De pronto a Espinoza se le ocurrió la idea de llevarle un sándwich al niño.
– Aquí se llaman tortas -dijo Rebeca-, a mi hermano le gustan las de jamón.
Parece una princesa o una embajadora, pensó Espinoza. Le preguntó a la mesera si le podía preparar una torta de jamón y un refresco. La mesera le preguntó cómo quería la torta.
– Di que la quieres completa -dijo Rebeca.
– Completa -dijo Espinoza.
Más tarde salió a la calle con la torta y el refresco y se las tendió al niño, que seguía retrepado en lo más alto del carrito.
Al principio el niño negó con la cabeza y dijo que no tenía hambre. Espinoza vio que en la esquina tres niños, un poco mayores, los observaban conteniendo la risa.
– Si no tienes hambre tómate sólo el refresco y guarda la torta -dijo-, o dásela a los perros.
Cuando volvió a sentarse junto a Rebeca se sentía bien. De hecho, se sentía pletórico.
– Esto no puede ser -dijo-, no está bien, la próxima vez comeremos los tres juntos.
Rebeca lo miró a los ojos, con el tenedor detenido en el aire, y luego dibujó una semisonrisa y se llevó la comida a la boca.
En el hotel, tendido en una tumbona junto a la piscina vacía, Pelletier estaba leyendo un libro y Espinoza supo, aun antes de ver el título, que no era ni
Al tomar asiento en la tumbona de al lado le preguntó qué había hecho durante el día.
– Leer -le contestó Pelletier, quien a su vez le hizo la misma pregunta.
– Dar vueltas por ahí -dijo Espinoza.
Esa noche, mientras cenaban juntos en el restaurante del hotel, Espinoza le contó que había comprado algunos souvenirs y que incluso le había comprado uno para él. La noticia alegró a Pelletier, que le preguntó qué clase de souvenir le había comprado.
– Una alfombra india -dijo Espinoza.
Al llegar a Londres después de un viaje agotador, decía Norton en su carta, me puse a pensar en Jimmy Crawford o tal vez me puse a pensar en él mientras esperaba el vuelo Nueva York-Londres, en cualquier caso Jimmy Crawford y mi voz de ocho años que lo llamaba ya estaba conmigo en el momento en que saqué las llaves de mi piso y encendí la luz y dejé las maletas tiradas en el recibidor. Fui a la cocina y me preparé un té.
Luego me duché y me fui a la cama. En previsión de que no pudiera dormirme, me tomé un somnífero. Recuerdo que me puse a hojear una revista, recuerdo que pensé en vosotros, dando vueltas por esa ciudad horrible, recuerdo que pensé en el hotel. En mi cuarto había dos espejos rarísimos, que en los últimos días me daban miedo. Cuando supe que iba a quedarme dormida, sólo tuve fuerzas suficientes para alargar el brazo y apagar la luz.
No tuve sueños de ninguna especie. Al despertar no sabía dónde estaba, pero esta sensación sólo duró unos segundos, pues de inmediato identifiqué los ruidos característicos de mi calle. Todo ha pasado, pensé. Me siento descansada, estoy en mi casa, tengo muchas cosas que hacer. Cuando me senté en la cama, sin embargo, lo único que hice fue ponerme a llorar como una loca, sin motivo ni causa aparente. Todo el día estuve así. Por momentos deseaba no haber salido de Santa Teresa, haber permanecido junto a vosotros hasta el final. En más de una ocasión sentí el impulso de largarme al aeropuerto y coger el primer avión con destino a México. Esos impulsos eran seguidos de otros más destructivos: prenderle fuego a mi apartamento, cortarme las venas, no volver nunca más a la universidad y llevar en adelante una vida de vagabunda.
Pero las vagabundas, al menos en Inglaterra, a menudo son sometidas a vejaciones, según leí en un reportaje de una revista cuyo nombre he olvidado. En Inglaterra las vagabundas son sometidas a violaciones en grupo, son golpeadas, y no es raro que algunas aparezcan muertas en las puertas de los hospitales.
Quienes hacen estas cosas a las vagabundas no son, como yo hubiera pensado a los dieciocho años, los policías ni las bandas de gamberros neonazis, sino los vagabundos, lo que confiere a la situación un regusto si cabe aún más amargo. Confundida, salí a dar una vuelta por la ciudad, con la esperanza de animarme y tal vez llamar por teléfono a alguna amiga con la cual irme a cenar. No sé cómo, de pronto me vi enfrente de una galería de arte en donde hacían una retrospectiva de Edwin Johns, el artista aquel que se cortó la mano derecha para exhibirla en un retrato autobiográfico.
En su siguiente visita Espinoza consiguió que la muchacha le permitiera acompañarla hasta su casa. Dejaron el carrito guardado, tras pagar Espinoza un exiguo alquiler a una mujer gorda cubierta por un viejo delantal de operaria fabril, en el cuarto de atrás del restaurante en donde antes habían comido, entre cajas de botellas vacías y pilas de latas de chile y carne.