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Uno tenía una casa y unas ideas y dinero, y el otro tenía la leyenda y los versos y el fervor de los incondicionales, un fervor canino, de perros apaleados que han caminado toda la noche o toda la juventud bajo la lluvia, el infinito temporal de caspa de España, y que por fin encuentran un lugar en donde meter la cabeza, aunque ese lugar sea un cubo de agua putrefacta, con un aire ligeramente familiar. Un día la fortuna me sonrió y acudí a una de estas fiestas. Decir que conocí personalmente al filósofo sería exagerar. Lo vi. En una esquina de la sala, charlando con otro poeta y con otro filósofo. Me pareció que los aleccionaba. Todo entonces adquirió un aire falso. Los invitados esperaban la aparición del poeta. Esperaban que éste la emprendiera a golpes con alguno de ellos. O que defecara en medio de la sala, sobre una alfombra turca que parecía la alfombra exhausta de Las mil y una noches, una alfombra vapuleada y que en ocasiones poseía las virtudes de un espejo que nos reflejaba a todos boca abajo. Quiero decir: se convertía en espejo al arbitrio de nuestras sacudidas. Sacudidas neuroquímicas. Cuando apareció el poeta, sin embargo, no ocurrió nada. Al principio todos los ojos lo miraron, a ver qué podían obtener de él. Luego cada uno siguió haciendo lo que hasta entonces había estado haciendo y el poeta saludó a algunos amigos escritores y se sumó al corrillo del filósofo homosexual. Yo bailaba sola y seguí bailando sola. A las cinco de la mañana entré en una de las habitaciones de la casa. El poeta me llevaba de la mano. Sin desvestirme me puse a hacer el amor con él. Me corrí tres veces mientras sentía la respiración del poeta en mi cuello. Él tardó bastante más. En la semioscuridad distinguí tres sombras en un ángulo de la habitación. Uno de ellos fumaba. Otro no paraba de murmurar. El tercero era el filósofo y comprendí que aquella cama era su cama y aquella habitación la habitación en donde según decían las malas lenguas hacía el amor con el poeta.

Pero ahora la que hacía el amor era yo y el poeta era dulce conmigo y lo único que no entendía era que aquellos tres estuvieran mirando, aunque tampoco me importaba demasiado, en aquel tiempo, no sé si lo recuerdas, nada importaba demasiado.

Cuando el poeta por fin se corrió, dando un grito y volviendo la cabeza para mirar a sus tres amigos, yo lamenté no estar en un día fértil, porque me hubiera encantado tener un hijo suyo.

Después se levantó y se acercó a las sombras. Uno de ellos le puso una mano sobre el hombro. Otro le entregó algo. Yo me levanté y fui al baño sin siquiera mirarlos. En la sala quedaban los náufragos de la fiesta. En el baño encontré a una chica durmiendo en la bañera. Me lavé la cara y las manos, me peiné, cuando volví a salir el filósofo estaba echando a los que aún podían caminar. No se le veía en modo alguno borracho o drogado.

Más bien fresco, como si se acabara de levantar y de desayunar un vaso grande de zumo de naranjas. Me fui con un par de amigos que había conocido en la fiesta. A esa hora sólo estaba abierto el Drugstore de las Ramblas y hacia allí nos dirigimos casi sin cruzarnos palabras. En el Drugstore encontré a una chica que conocía desde hacía un par de años y que trabajaba como periodista en Ajoblanco aunque estaba asqueada de trabajar allí. Se puso a hablarme de la posibilidad de ir a Madrid.

Me preguntó si a mí no me entraban ganas de cambiar de ciudad. Me encogí de hombros. Todas las ciudades son parecidas, le dije. En realidad lo que hacía era pensar en el poeta y en lo que acabábamos de hacer él y yo. Un homosexual no hace eso. Todos decían que era homosexual, pero yo sabía que no era así. Luego pensé en el desorden de los sentidos y lo entendí todo. Supe que el poeta se había extraviado, que era un niño perdido y que yo podía salvarlo. Darle a él un poco de lo mucho que él me había dado a mí. Durante cerca de un mes estuve haciendo guardia delante de la casa del filósofo con la esperanza de verlo llegar un día y pedirle que me hiciera el amor una vez más. Una noche vi no al poeta sino al filósofo. Noté que algo le pasaba en la cara. Cuando estuvo más cerca de mí (no me reconoció) pude constatar que llevaba un ojo morado y magulladuras varias. Del poeta, ni rastro. A veces intentaba adivinar, por las luces encendidas, en qué planta estaba el piso.

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