« Muy interesante », pensó mientras desconectaba la imagen y las antiguas grabaciones desaparecían de la pantalla. « Pero no soy un amotinado. Soy un… un… solicitante, con una petición totalmente razonable. Karl, Ranjit, Bob, todos están de acuerdo… Werner está indeciso, pero no nos dejará en la estacada. Ojalá pudiera hablar con el resto de los sabras y hablarles del mundo maravilloso que hemos encontrado mientras ellos dormían. »
« Entretanto, tengo que contestar al capitán…
Al capitán Bey le parecía claramente desconcertante tener que atender los asuntos de la nave sin saber quién, o quiénes, de sus oficiales o tripulación se dirigían a él a través del anonimato de EMISORA DE LA NAVE. No había manera de poder localizar esas comunicaciones no grabadas: estaban concebidas precisamente para ser confidenciales, incorporadas como un mecanismo de estabilización social por los genios, muertos hacía largo tiempo, que habían diseñado la
De modo que ahora escrutaba los rostros continuamente, fijándose en las expresiones, escuchando las inflexiones de voz… y tratando de comportarse como si nada sucediera. Tal vez estaba exagerando y no había ocurrido nada importante. Pero temía que se hubiera plantado una semilla, que crecería y crecería cada día que la nave permaneciera en órbita sobre Thalassa.
La primera respuesta, escrita tras consultar con Malina y Kaldor, había sido bastante suave:
DE: EL CAPITÁN
A: ANÓNIMO
En respuesta a su comunicación sin fecha indicada, no tengo objeción alguna en discutir las cuestiones que propone, sea a través de EMISORA DE LA NAVE, o de manera formal en el Consejo de la Nave.
De hecho, tenía objeciones muy fuertes; había pasado casi la mitad de su vida adulta entrenándose para la imponente responsabilidad de trasplantar a un millón de seres humanos a través de ciento veinticinco años luz de espacio. Esa era su misión: si la palabra « sagrado » hubiera significado algo para él, la habría utilizado. Nada que no fuera un daño catastrófico sufrido por la nave, o el improbable descubrimiento de que el sol de Sagan Dos estaba a punto de convertirse en nova, hubiera podido hacerle desistir de ese objetivo.
Mientras tanto, había una línea de acción obvia. Quizá —¡como los hombres de Bligh! — la tripulación se desmoralizaba, o al menos flaqueaba. Las reparaciones de la planta congeladora tras los escasos daños ocasionados por el tsunami habían necesitado doble tiempo del esperado, y eso era típico. Todo el ritmo de la nave se retrasaba; sí, era el momento de volver a hacer restallar el látigo.
— Joan — le dijo a su secretaria, que estaba treinta mil kilómetros más abajo, — pásame el último informe de la construcción del escudo. Y dile al comandante Malina que quiero discutir con él el programa de izado.
No sabía si podrían elevar más de un copo de nieve por día. Pero podían intentarlo.
35. Convalecencia
El teniente Horton era un compañero divertido, pero Loren se alegró de librarse de él tan pronto como las corrientes de electrofusión soldaron sus huesos rotos. Como Loren había descubierto a través de detalles algo plúmbeos, el joven ingeniero había trabado amistad con una pandilla de jóvenes melenudos de la Isla Norte, cuyo segundo interés principal en la vida parecía ser deslizarse sobre olas verticales en tablas de surf con micropropulsores. Horton había descubierto, por las malas, que esto era aún más peligroso de lo que parecía ser.
— Estoy muy sorprendido — había intervenido Loren en un momento dado de una narración bastante sórdida—. Habría jurado que era heterosexual en un noventa por ciento.
— En un noventa y dos, según mi currículum — dijo Horton despreocupadamente—, pero me gusta poner a prueba de vez en cuando el concepto que tengo de mí mismo.
El teniente sólo bromeaba en parte. En algún sitio había oído decir que los que presentaban un cien por cien eran tan raros, que eran clasificados como casos patológicos. No es que él se lo creyera del todo; pero le preocupaba un poco en las escasas ocasiones en que se paraba a pensar en ello.
Ahora Loren era el único paciente, y había convencido a la enfermera thalassana de que su continua presencia era totalmente innecesaria… al menos cuando Mirissa le hacía su visita diaria. La comandante médico Newton que, como la mayor parte de los médicos, podía ser inquietantemente sincera, le había dicho sin rodeos:
— Todavía te queda una semana para recuperarte. Si tienes que hacer el amor, deja que sea ella la que haga todo el trabajo.
Tenía otras muchas visitas, desde luego. La mayoría eran bienvenidas, con dos excepciones.