Читаем Canticos de la lejana Tierra полностью

Aunque el sol se había puesto, la luna interior—mucho más brillante y cercana que la luna perdida de la Tierra—era casi llena, y la playa, a un kilómetro de distancia, estaba a flor de agua con su luz fría y azul. Había un pequeño fuego ante la línea de palmeras, donde la fiesta continuaba. El débil sonido de la música podía oírse de vez en cuando por encima del suave murmullo del motor a reacción, que funcionaba al nivel más bajo de potencia. Kumar ya había conseguido su primer objetivo y no tenía demasiada prisa por ir a ningún sitio. No obstante, como el buen marinero que era, ocasionalmente se escabullía para dar instrucciones al piloto automático y otear rápidamente el horizonte.

Kumar había dicho la verdad, pensó Carina felizmente. Había algo erótico en el ritmo regular y suave de un barco, sobre todo cuando era aumentado por el lecho de aire en el que estaban acostados. Después de esto, ¿quedaría satisfecha haciendo el amor en tierra firme?

Y Kumar, a diferencia de otros muchos jóvenes de Tarna que ella podría mencionar, era sorprendentemente sensible y considerado. No era uno de esos hombres que sólo piensan en su propia satisfacción, su placer no era completo a menos que fuera compartido. « Cuando está dentro de mí—pensó Carina—, siento que soy la única chica de su universo, aunque sé muy bien que eso no es verdad. »

Carina era vagamente consciente de que continuaban alejándose del pueblo, pero no le importaba. Deseaba eternizar aquel momento, y poco le hubiera preocupado que el barco se hubiera dirigido a toda máquina hacia los confines de aquel mar vacío, sin tocar tierra hasta circundar el globo. Kumar sabía verdaderamente lo que hacía. Parte de su placer se debía a la absoluta confianza que él le inspiraba. En sus brazos no tenía ninguna preocupación, ningún problema. El futuro no existía, sólo aquel presente eterno.

Sin embargo el tiempo pasó, y la luna interior estaba mucho más alta en el cielo. En la resaca de la pasión, sus labios seguían explorando lánguidamente los territorios del amor, cuando la vibración del hidrorreactor cesó y el barco se detuvo poco a poco.

— Ya hemos llegado—dijo Kumar con una nota de excitación en su voz.

« ¿A dónde habremos llegado? », pensó Carina perezosamente mientras se separaban. Parecía que habían pasado horas desde la última vez que se había molestado en echar un vistazo a la costa… suponiendo que aún estuviera al alcance de la vista.

Se levantó despacio, recuperando el equilibrio ante suave balanceo del barco, y contempló con los ojos muy abiertos el País de las Hadas que, no mucho tiempo atrás, había sido la triste ciénaga bautizada, con optimismo, pero de manera inapropiada, como la Bahía del Manglar.

Naturalmente, no era la primera vez que tenía un encuentro con la alta tecnología; la planta de fusión y el Repetidor Principal de la Isla Norte eran mucho más grandes y más impresionantes. Sin embargo, el ver aquel laberinto de tubos brillantemente iluminados, los tanques de almacenaje y las grúas y los otros mecanismos de manipulación y aquella bulliciosa combinación de astilleros y de planta química donde todo funcionaba en silencio y con eficacia bajo las estrellas sin un solo ser humano a la vista, le causó una auténtica impresión, visual y psicológica. Cuando Kumar arrojó el ancla, un súbito chapoteo turbó el absoluto silencio de la noche.

— Ven—dijo Kumar con aire malicioso—. Quiero enseñarte una cosa.

—¿No hay peligro?

— Claro que no; he venido aquí muchas veces.

« Y no solo, seguro", pensó Carina. Pero él ya estaba sobre la borda antes de que ella pudiera hacer ningún comentario.

El agua apenas les llegaba a la cintura, y retenía aún el calor del día haciéndola desagradablemente caliente. Carina y Kumar, cogidos de la mano, llegaron a la playa sintiendo la fresca brisa nocturna en sus cuerpos. Surgieron de entre las pequeñas olas como unos nuevos Adán y Eva que hubieran recibido las llaves de un Edén mecanizado.

—¡No te preocupes! — dijo Kumar—. Conozco el lugar. El doctor Lorenson me lo explicó todo, pero he encontrado algo que estoy seguro que él no conoce.

Caminaban junto a una línea de tuberías cubiertas con gruesos aislamientos que estaban suspendidos a un metro del suelo, y, por primera vez, Carina pudo oír un sonido diferente, el zumbido de unas bombas que propulsaban líquido refrigerante hacia el laberinto de tuberías y de transformadores de calor que les rodeaban.

Luego se aproximaron al famoso depósito en el que había sido encontrado el escorpio. Quedaba muy poca agua, la superficie estaba cubierta casi por completo por una masa enmarañada de algas. En Thalassa no había reptiles, pero aquellos tallos gruesos y flexibles le recordaban a Carina unas serpientes entrelazadas.

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