Caminaron a lo largo de unos conductos subterráneos, pasando por unas pequeñas compuertas, todas ellas cerradas, hasta que llegaron a un espacio amplio y abierto, bastante lejos de la planta principal. Cuando abandonaron el complejo central, Kumar hizo alegremente una señal al objetivo de una cámara que les enfocaba. Después nadie llegó a descubrir por qué ésta dejó de funcionar en el momento crucial.
— Estos son los tanques de congelación—dijo Kumar—, cada uno tiene una capacidad de seiscientas toneladas, y su composición es del noventa y cinco por ciento de agua, y el cinco por ciento de algas. ¿Qué es lo que te parece tan divertido?
— No me parece divertido, pero sí muy extraño—respondió Carina, sonriendo todavía—. El que a alguien se le ocurra llevar una parte de nuestra vegetación oceánica a las estrellas. ¡Quién iba a imaginar algo semejante! Sin embargo, tú no me has traído aquí por esto.
— No—contestó Kumar suavemente—. Mira…
Al principio ella no pudo ver lo que él le señalaba. Luego, su mente interpretó la imagen que parpadeaba en los límites de su campo de visión y entonces comprendió.
Por supuesto, se trataba de un antiguo milagro. Los hombres lo habían hecho en muchos mundos durante más de mil años. Pero presenciarlo con sus propios ojos era más que asombroso; era imponente.
Ahora que estaban más cerca de los últimos tanques podía verlo con mayor claridad. El fino haz de luz—no podía tener más de un par de centímetros de anchura—ascendía hacia las estrellas, enhiesto y exacto como un rayo láser. Sus ojos lo siguieron hasta que se hizo invisible, retándola a adivinar el punto exacto de su desaparición. Aun entonces, su mirada siguió avanzando, vertiginosamente, hasta contemplar el mismo cenit y la estrella solitaria que permanecía allí suspendida mientras sus compañeras naturales, más débiles, marchaban progresivamente hacia el oeste. Como una araña cósmica, la
Cuando se encontraban en el mismo borde del bloque de hielo, Carina tuvo una sorpresa. Su superficie estaba totalmente cubierta de una brillante capa de laminilla dorada. Esto le recordó los regalos que se hacían a los niños en su cumpleaños o en la Fiesta Anual del Aterrizaje.
— Es el material aislante—explicó Kumar—. Es oro de verdad; tiene uno o dos átomos de espesor. Sin él, la mitad del hielo se derretiría antes de llegar al escudo.
Con aislante o sin él, Carina sentía el dolor que le producía el frío en los pies desnudos mientras Kumar la guiaba sobre la plancha congelada. Con una docena de pasos alcanzaron su centro, y allí estaba, reluciendo con un curioso brillo no metálico, el tenso cable que se alargaba, si no hasta las estrellas, sí por lo menos hasta los treinta mil kilómetros que distaba la órbita estacionaria en la que se encontraba la
El cable acababa en un tambor cilíndrico, lleno de instrumentos y de reactores de control, que evidentemente hacía las veces de grúa móvil e inteligente que enganchaba su carga tras un largo descenso a través de la atmósfera. Todo ello parecía sorprendentemente simple e incluso nada sofisticado, como casi todos los productos de las tecnologías maduras y avanzadas.
De repente Carina se estremeció, y no por el frío que había bajo sus pies, que no notaba en aquel momento.
—¿Estás seguro de que esto no es peligroso? — preguntó con inquietud.
— Claro. Siempre cargan a medianoche, puntualmente, y todavía faltan muchas horas. El panorama es maravilloso, pero no creo que nos quedemos tanto tiempo.
Kumar se puso de rodillas, aplicando el oído al increíble cable que unía la nave al planeta.
« Si se rompiera—pensó ella con preocupación—, ¿volaría en pedazos?"
— Escucha—susurró…
Ella no sabía lo que iba a suceder. A veces, años después, cuando pudo soportarlo, intentó recobrar la magia de aquel momento. Nunca estuvo segura de haberlo conseguido.
Al principio le pareció estar oyendo la nota más grave de un arpa gigante cuyas cuerdas estuvieran tensadas entre los mundos. Esto le produjo escalofríos en la espina dorsal, y sintió que se le ponía de punta el vello de la nuca, una reacción al miedo forjada en las selvas primitivas de la Tierra.
Luego, cuando se fue acostumbrando al extraño sonido, captó todo un espectro de armonías cambiantes que cubrían la gama auditiva hasta sus límites y, sin duda, los superaban. Aparecían y se unían unos con otros, inconstantes y repetitivos como los sonidos del mar.
Cuanto más los escuchaba, más le recordaban el incesante choque de las olas sobre una playa desierta. Tuvo la sensación de estar oyendo el mar del espacio lanzándose sobre las costas de todos sus mundos, un sonido aterrador en su inutilidad sin sentido, ya que reverberaba en el doloroso vacío del Universo.