Читаем Canticos de la lejana Tierra полностью

Al juntarse el fuego con el agua, un manantial de chispas explotó en el cielo. La mayoría de las ascuas volvieron al mar, pero otras siguieron elevándose hasta perderse de vista.

Y así, por segunda vez, Kumar Leonidas ascendió a las estrellas.


El sol se había desvanecido tras las pequeñas colinas del oeste y desde el mar llegaba una fría brisa nocturna. Sin apenas perturbar el agua, el kayac se deslizó sobre ella conducido por Brant y por tres de los mejores amigos de Kumar. Por última vez, Loren entrevió el rostro tranquilo y sosegado del muchacho al que debía la vida.

Hasta el momento, eran pocos los que habían llorado, pero cuando los cuatro nadadores empujaron la barca lentamente mar adentro, un gran llanto de lamentación surgió de la muchedumbre reunida. Loren ya no pudo contener las lágrimas y no le preocupó quién pudiera verlas.

Avanzando firme y constantemente por el fuerte impulso de sus cuatro escoltas, el pequeño kayac se dirigió hacia el arrecife. El rápido anochecer de Thalassa estaba descendiendo cuando la barca rebasó las dos balizas luminosas que marcaban el camino hacia mar abierto. Desapareció tras ellas, y por un momento quedó oculta por la línea blanca de grandes olas que espumeaban perezosamente sobre el arrecife exterior.

El lamento cesó; todo el mundo esperaba. De repente, apareció un resplandor sobre el cielo oscurecido, y una columna de fuego surgió del mar. Ardió intensa y limpiamente, sin apenas producir humo; el tiempo que duró es algo que Loren nunca supo, porque en Tarna se había detenido el tiempo.

Luego, bruscamente, las llamas desaparecieron; la corona de fuego se hundió en el mar. Todo fue oscuridad; pero sólo por un momento.

VIII.CÁNTICOS DE LA LEJANA TIERRA


50. Escudo de hielo


El izado del último bloque de hielo debiera haber sido un acontecimiento feliz; ahora sólo era de sombría satisfacción. A treinta mil kilómetros sobre Thalassa se colocó en su sitio el último hexágono de hielo y el escudo quedó acabado.

Por primera vez en casi dos años, se activó el propulsor cuántico aunque a su potencia mínima. La Magallanes escapó de su órbita estacionaria, acelerando para comprobar el equilibrio y la integridad del iceberg artificial que tenía que transportar hasta las estrellas. No hubo ningún problema; se había hecho un buen trabajo. Aquello supuso un gran alivio para el capitán Bey, que nunca pudo olvidar que Owen Fletcher (ahora bajo una vigilancia razonablemente estricta en la Isla Norte) había sido uno de los principales arquitectos del escudo. Se preguntó qué habrían pensado Fletcher y los otros sabras exiliados al ver la ceremonia de dedicación.

Esta se había iniciado con un vídeo retrospectivo en el que se mostraba la construcción de la planta de congelación y el izado del primer bloque de hielo. A continuación aparecía un ballet espacial fascinante que, a velocidad acelerada, mostraba cómo se maniobraban los enormes bloques de hielo hasta colocarlos en su sitio y cómo se hacían encajar en el escudo que iba creciendo progresivamente. El principio fue en tiempo real, luego se aceleró rápidamente hasta que los últimos sectores fueron sumándose a un ritmo de uno cada escasos segundos. El mejor compositor de Thalassa había concebido una ingeniosa partitura musical que empezaba con una lenta pavana y acababa con una intensa polka, volviendo a la velocidad normal al final, cuando el último bloque de hielo era encajado en su sitio.

Luego la imagen cambió por otra en directo, captada por una cámara suspendida en el espacio a un kilómetro de la Magallanes, mientras ésta orbitaba en la zona de sombra del planeta. La gran pantalla solar que protegía el hielo durante el día había sido retirada, por lo que el escudo era visible en su totalidad por primera vez.

El enorme disco gris blanquecino brilló fríamente bajo los focos, pronto se enfriaría mucho más al penetrar en los pocos grados sobre cero absoluto de la noche galáctica. Allí sólo se calentaría con la luz lejana de las estrellas, con la pérdida de radiación de la nave y con la poco frecuente explosión de energía originada por el polvo que hiciera impacto sobre él.

La cámara recorrió lentamente el iceberg artificial, con el acompañamiento de la voz inconfundible de Moses Kaldor.

— Gentes de Thalassa, os damos las gracias por vuestro regalo. Tras este escudo de hielo, esperamos viajar a salvo al mundo que nos está esperando a setenta y cinco años luz, de aquí a trescientos años.

« Si todo va bien, cuando lleguemos a Sagan Dos aún transportaremos por lo menos veinte mil toneladas de hielo. Dejaremos que caiga sobre el planeta, y el calor de la entrada lo transformará en la primera lluvia que jamás haya conocido ese mundo glacial. Por un momento, antes de que vuelva a congelarse, será el precursor de los mares que aún no han nacido.

Перейти на страницу:

Похожие книги