« Ahora, la
« Algún día, dentro de siglos o de milenios, será capturada y comprendida.
53. La máscara de oro
— Siempre hemos hecho ver que no existe—dijo Mirissa—. Pero ahora quisiera verla. Sólo una vez.
Loren guardó silencio por un momento. Luego respondió:
— Ya sabes que el capitán Bey nunca ha admitido a ningún visitante.
Desde luego que lo sabía; y también comprendía los motivos. Aunque al principio ello había originado un cierto resentimiento, todos los habitantes de Thalassa se daban cuenta ahora de que la pequeña tripulación de la
— He hablado con Moses, y él ha hablado con el capitán. Todo está arreglado. Pero hay que mantenerlo en secreto hasta que haya partido la nave.
Loren la miró con asombro; luego sonrió. Mirissa siempre le daba sorpresas; era parte de su atractivo. Comprendió, con una punzada de tristeza, que nadie de Thalassa tenía mayor derecho a ese privilegio; su hermano era el único thalassano que había hecho ese viaje. El capitán Bey era un hombre justo y dispuesto a quebrantar las normas en caso necesario. Además, una vez hubiera partido la nave, sólo tres días más tarde, no importaría.
— Supón que te mareas en el espacio.
— Yo no me mareo ni en el mar…
— Eso no prueba nada.
— … y he visto a la comandante Newton. Me ha dado una clasificación del noventa y cinco por ciento, y me ha recomendado el transbordador de medianoche. Entonces no habrá nadie de la ciudad cerca de ahí.
— Has pensado en todo, ¿verdad? — dijo Loren con franca admiración—. Te veré en el embarcadero número dos quince minutos antes de medianoche.
Hizo una pausa y añadió con dificultad:
— Esta vez ya no volveré a salir. Dile adiós a Brant de mi parte, por favor.
Aquélla era una prueba que no podía afrontar. De hecho, no había puesto los pies en la residencia de los Leonidas desde que Kumar hizo su último viaje y Brant volvió para consolar a Mirissa. Ya casi era como si Loren no hubiera entrado nunca en sus vidas.
E inexorablemente las estaba abandonando, pues ahora podía mirar a Mirissa con amor pero sin deseo. Una emoción más profunda—uno de los dolores más agudos que había experimentado jamás—invadía ahora su mente.
Él había deseado y anhelado ver a su hijo, pero el nuevo programa de la
El transbordador acudió a su cita en el lado diurno del planeta, por lo que la
A diez kilómetros de distancia no parecía más grande. Su cerebro y sus ojos se empeñaban en que aquellos círculos oscuros que rodeaban el sector central no eran más que portillas. Hasta que el curvo e interminable casco de la nave surgió al lado de ellos no le entró en la cabeza que se trataba de compuertas de carga y acoplamiento, en una de las cuales iba a entrar el transbordador.
Loren miró con ansiedad a Mirissa cuando ésta se desabrochó el cinturón de seguridad; éste era el peligroso momento en que, libre de trabas por primera vez, el confiado pasajero se daba cuenta de repente de que la gravedad cero no era tan divertida como parecía. No obstante, Mirissa parecía sentirse absolutamente cómoda cuando se deslizó por la esclusa de aire, impulsada por unos suaves empujones de Loren.
— Por suerte, no hay necesidad de ir al sector 1 G, con lo que te ahorrarás el problema de readaptarte por segunda vez. No tendrás que pensar más en la gravedad hasta que vuelvas a tierra firme.
« Habría sido interesante—pensó Mirissa—, visitar los alojamientos del sector giratorio de la nave, pero ello habría supuesto interminables conversaciones formales y contactos personales, que era lo último que necesitaba entonces. Le alegró mucho que el capitán Bey estuviera aún en Thalassa; ni tan siquiera habría necesidad de efectuar una visita de cortesía para darle las gracias.
Al abandonar la esclusa de aire se encontraron en un pasillo tubular que parecía extenderse a lo largo de toda la nave. A un lado había una escalerilla; al otro, dos filas de asideros flexibles, adecuados para las manos o los pies, que se deslizaban lentamente en ambos sentidos sobre unas pistas paralelas.