Resultaba incongruente encontrar un guardarropía lleno de gruesos abrigos de pieles dentro de una nave espacial, pero Mirissa pudo comprobar la necesidad de ello. La temperatura había descendido en muchos grados, y se dio cuenta de que estaba temblando a causa de aquel insólito frío.
Loren la ayudó a ponerse el traje térmico—no sin dificultad al hallarse en gravedad cero—y flotaron en dirección a un círculo de vidrio esmerilado situado en la pared del fondo de una pequeña cámara. La ventana de cristal giró hacia ellos como una esfera de reloj con apertura y de ella salió una ráfaga de aire helado como Mirissa no había imaginado jamás, y menos aún experimentado. Pequeñas partículas de humedad se condensaban en aquel aire glacial, danzando alrededor de ella como fantasmas. Miró a Loren como diciendo: « ¡Supongo que no esperarás que me meta
Él la tomó del brazo de modo tranquilizador y dijo:
— No te preocupes, el abrigo te protegerá, y al cabo de unos minutos ya no notarás el frío en la cara.
Le costó creer aquello; pero tenía razón. Tras cruzar detrás de él la ventana, respirando con cautela al principio, se sorprendió al descubrir que la experiencia no era desagradable en lo más mínimo. De hecho, era realmente estimulante; por primera vez comprendió por qué hubo gente que fue por su propia voluntad a las regiones polares de la Tierra.
Podía imaginarse fácilmente a sí misma allí, ya que parecía estar flotando en un universo glacial y blanco como la nieve. A su alrededor todo eran relucientes panales que podían haber sido hechos de hielo, con una formación de miles de celdas hexagonales. Casi era como una versión en pequeño del escudo de la
Allí estaban, pues, durmiendo a su alrededor, los cientos de miles de colonos para los que la Tierra era aún, en sentido literal, un recuerdo de ayer mismo. ¿Qué estarían soñando, se preguntó, a menos de la mitad de su sueño de quinientos años? ¿Acaso la mente soñaba algo en aquella sorda tierra de nadie entre la vida y la muerte? Según Loren, no; ¿pero quién podía estar del todo seguro?
Mirissa había visto dos vídeos de abejas realizando su misterioso trabajo de un lado a otro de su enjambre; se sintió como una abeja humana siguiendo a Loren, cogidos de la mano, a lo largo de la red de barandillas que se entrecruzaban sobre la pared del gigantesco panal. Ahora ya se sentía cómoda en la gravedad cero y ni tan siquiera notaba el penetrante frío. De hecho, apenas notaba su cuerpo—y a veces tenía que convencerse a sí misma de que aquello no era un sueño del que iba a despertar.
Las celdas no tenían nombre, pero todas ellas se identificaban por un código alfanumérico; Loren fue con decisión a la H—354. Al presionar un botón, el contenedor hexagonal de metal y cristal se deslizó hacia fuera sobre unos rieles telescópicos para mostrar a la mujer durmiente que yacía en su interior.
No era bonita, aunque era injusto emitir un juicio sobre una mujer sin la gloria suprema de su cabello. Su piel era de un color que Mirissa no había visto nunca, y tenía noticia de que había llegado a ser poco frecuente en la Tierra—un negro tan oscuro que casi contenía una pizca de azul. Además era tan perfecta que Mirissa no pudo evitar un arrebato de envidia; vino a su mente una imagen fugaz de cuerpos entrelazados, de ébano y marfil, una imagen que la perseguiría en los años venideros.
Volvió a mirar aquel rostro. Incluso en el reposo de varios siglos de duración, mostraba determinación e inteligencia. « ¿Habríamos sido amigas? — se preguntó Mirissa—. Lo dudo; nos parecemos demasiado. »
« Así que tú eres Kitani, y llevas al primer hijo de Loren a las estrellas. ¿Pero será en verdad el primero, ya que nacerá siglos después del mío? Primero o segundo, le deseo todo lo mejor… »
Aún estaba paralizada, aunque no sólo por el frío, cuando la puerta de cristal se cerró tras ellos. Loren la condujo con suavidad por el pasillo y dejaron atrás al Guardián.
Una vez más, sus dedos rozaron la mejilla del inmortal niño de oro. Por un momento, y con gran sobresalto, le pareció que estaba caliente al tacto; entonces se dio cuenta de que su cuerpo todavía se estaba adaptando a la temperatura normal.
Esto sólo le llevaría minutos; ¿pero cuánto tiempo pasaría, se preguntó, hasta que el hielo de su corazón se derritiera?
54. Despedida
Es la última vez que hablaré contigo, Evelyn, antes de empezar mi largo sueño. Todavía estoy en Thalassa, pero la nave sale para la